Noche y océano, Raquel Taranilla

 
  

La fascinante elocuencia, la incontenible verbosidad que Raquel Taranilla despliega como si nada en Noche y océano tiene origen en un equilibrio raro, en tanto que único y sobresaliente: una inteligencia no abrasiva, casi juguetona, articulada en ese mecanismo lúcido-lúdico de una ironía puesta en modo bucle; ironía, claro, hacia dentro, en el diván que nos une. Quien es capaz de percibir los resortes de su mirada a la vez que mira tiene ese cielo ganado. Primera victoria.

La narradora modula el efectismo de trasquilar el yo, entre risas tragicómicas vadea el barro de la íntima desgracia sin perder de vista una vigorosa pose intelectual marca de la casa: un imponente andamiaje de erudición que se levanta, un zumo conceptual que se exprime para que el lector disfrute espoleado, además, por cierta complicidad: la que se establece con alguien que ha tomado todas las precauciones para que esto ocurra. Una autora tan deferente. Este hedonismo intelectual ya nos tiene ganados. Segunda victoria.

Pienso en los personajes de El animal más triste, de Juan Vico, o en aquellos de Infelices, de Javier Peña, menos naturales, unos por ruidosos y otros por excesivos, como si en algún momento los muñecos colonizaran al propio creador. No ocurre así con Raquel Taranilla: su estilo es pura energía, todo robustez y chispa. Mucha chispa. Una voz tan propia, afilada y solvente como la de Eva Baltasar, AndreaAbreu o Brenda Navarro -qué magnífica cosecha-, estímulo lector y acicate de escritor, pues ya sabemos que la buena literatura hace proselitismo del oficio. Raquel Taranilla, o Beatriz Silva, su alter ego narrativo, tiene gancho y magnetismo porque no nos hace concesiones buenistas. No se relame en la desilusión, sino que la aprovecha para construir otro tipo de ilusión reciclada, cínica y a fondo perdido.

Tiene este libro esa gracia de cómico que dice que no va a hacer lo que, de hecho, ya está haciendo. Por eso cuando Beatriz cuenta cómo conoció a Ana María en el andén de una estación de metro en Barcelona, tenemos ya la certeza de que podría hablar de cualquier cosa, o de nada, y aun así -o precisamente por eso-, nos interesaría igual. Raquel Taranilla es la amiga que sospechamos que ya no vamos a tener. Y estas migajas por escrito nos alivian la pérdida. Quizás esta simpatía, o esa amistad hipotética, actúe como catalizador del caudal inaprensible de cultura con que se nos avasalla. Un alud de referencias que amenazan con afear la novela y aplastar al personaje, pero también con naturalizar una y otro, acercárnoslos por la vía intelectual y afectiva: frío y calor.

Este copiosísimo aparato metatextual (referencias, citas, aclaraciones y una fijación por anotar la circunstancia vital a los 32 años de cuantos autores se dan citan en la novela) acaba finalmente haciéndose bola, un lastre curioso aunque no urticante. Recuerdo a Muñoz Rengel en El asesino hipocondríaco rematando con oficio un soberbio ejercicio de alarde investigador, el tachán metaliterario, biograficista, que apabulla hasta el repelús de desinflar una historia que acaba siendo mero subtexto, suburbio, la nota al pie de un ingente entramado bibliófilo, un agradable paseo montaigniano por las islas de la pedantería: Admito que voy sin rumbo, sacando temas según se me ocurren”.

Pero la propia Raquel, que no tiene un pelo de cándida, toma conciencia y aligera el paso con humor e inteligencia, valga la redundancia, procurando el mejor antídoto posible. Da la impresión de que todo formara parte de un chiste, o de los prolegómenos de un chiste y que, terminado de contar, prorrumpiremos en metacarcajadas teóricas. Un juego al que la autora tiene la amabilidad de invitarnos dentro de la misma narración, como una lectura interactiva, comprobando de cuando en cuando que no se ha convertido en un monólogo autocomplaciente, que seguimos ahí y atendemos. Digámoslo: Raquel Taranilla, entonada, es un deleite de agudeza, perspicacia y mala baba. Valga, también, esta redundancia.

Hay en Noche y océano un afán desmitificador: del engolado ambiente de la docencia universitaria y del propio conocimiento como mecanicismo barato (llenar y llenar estanterías para la causa de la vanidad). Esta tozudez, la prolijidad casi forense con que la autora nos premia, tiene como centro de gravedad la figura omnímoda de Murnau, el celebrado cineasta alemán de principios de siglo XX con el que acabamos soñando (doy fe). Y también está el relato, la escenificación de una crisis existencial, localizada en el paso de los 31 a los 32 y acompañada por un protodesengaño amoroso (todo permance en ese mundo de las ideas de lo no consumado), en el contexto de una vida de docencia universitaria: encallada, mustia y servicialmente frustrada. Beatriz Silva vive una serena depresión cuya intensidad y magnitud se expresa, como hemos visto, en cúmulos de citas, referencias y digresiones culturalistas, devoradoras como un fondo marino lleno de reliquias, como un agujero negro que distrae y deglute. Deglutir el sentido mediante estos borbotones, a su manera, líricos: la lírica del fracaso y la lírica estratégica de volverte la cara con, porqué no, otra escenificación del fracaso. El resultado es este libro con vocación de ser abierto, vivo, libro sumatorio hasta el empacho de consciencia, como puesta en escena del fracaso que, por su lucidez, deviene una de las formas del éxito.

Poco a poco, de la mano del ente Beatriz / Raquel, uno va comprendiendo y aceptando que esta lectura propone un ejercicio de renuncias, casi a la manera oriental. El aturullamiento, el enmarranarse de ideas, activa un modo despreocupado, una ligereza: leer como soltar amarras, como levar anclas o tirar lastre. Este doble fondo de la maleta es lo que hace el libro singular y, pese a su hipertrofia deliberada, perversamente placentero en la exhibición de una radiografía anímica, la de esa bestezuela de ojos claros que nos resistimos a mirar: mediocridad / precariedad institucionalizadas como forma aceptable de felicidad. Beatriz, socióloga en caída libre, hace trabajo de campo consigo misma y con nosotros, clase ociosa por antonomasia (¡Veblen!), bostezo universal del turista de su propia vida.

Una vida deformada / sublimada / deshilachada por / en el acto de leer. Trabajo, amistad y amor (incluso desafectos) están atravesados por el vastísimo campo del saber, ese barro edénico y prolijo en que nuestras Beatriz / Raquel chapotean como gorrinos, entre el vicio y la elegancia. Aquí tenemos una versión, un poco salida de madre, del infinito y el junco, algo que nos viene a advertir del riesgo que se corre al chutarse conocimiento en vena, o al arrinconarse en el cubículo de la cínica rutina universitaria; pero también está ese otro riesgo, el de darle un sentido, una explicación plausible al modo en que un día elegimos gastar la existencia en que hemos caído.

La lectura hila vidas remotas e improbables, y ahí entramos nosotros, ahí entra el lector que, al leer, también es de alguna forma autor, o al menos alberga esa ilusión, ese ilusionismo de estar recreando algo a un tiempo propio y ajeno. Una red expansiva, una trama rizomática, como los esforzados laberintos de Beatriz, su proverbial dispersión creada para desenfocar la tarea o enfocarla mejor: lo importante no es el destino de la señal luminosa, lo importante es la señal que nos ilumina el camino.

El viaje de Beatriz, interior hasta lo enfermizo (y en esto, completando el elenco, recuerda a Natalia en Un amor, de Sara Mesa), cierra un círculo que anula la partida y la llegada con la magia curandera de la aceptación, un escalón por encima de la resignación: “Si soy como un vino agriado antes de hora, quizás haga algún tipo de riqueza humana en esa agrura”. Conocida es la minusvalía del escritor, que se siente en la necesidad de arreglarse con el mundo constantemente, de aliviar una pesada carga o de ajusticiarse públicamente, la mayoría de las veces abusando de la paciencia de los demás, solo porque otros abusaron de la suya, y en ese abuso salen destellos de genialidad, síntomas de expiación, pruebas de su singularidad o, al menos, de su pertenencia a un club muy selecto del que gozamos perversamente, que es quizás el modo más auténtico de gozar.

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