Un amor, Sara Mesa

La ambientación rural, con su fatalismo ya institucionalizado, reducido a tema literario, esa espera de lo atroz, desde Delibes a Llamazares, de Cela a Jesús Carrasco, y ese narrador que se entromete en los miedos de la protagonista y nos los acerca entre una neblina de saturación mental. Esa parálisis por exceso de análisis que acontece en la claridad de la noche. Y los personajes, tan de manual, tan hermanos Coen, con esa universalidad de lo soez, el detalle perturbador, el sello Lynch, todo tan cinematográfico y tan negro, haciendo brotar con naturalidad el ambiente de callejón sin salida y de laberinto tortuoso. Todo esto en solo dos páginas, la ambiciosa carta de presentación.

Funciona muy bien en este tipo de literatura de ambiente una estrategia de anunciación, pequeñas señales funestas que predisponen siempre al sobresalto; por otro lado, la fractura personal por donde se colará toda la detonación silenciosa que, deducimos, está a punto de sobrevenir. En cuanto a esta ‘tecnología de la narración’, Sara Mesa ha dispuesto un tablero de juego que incide al principio sobre la pieza que falta. Nuestra atención, mansa pero ávida, se dirige justo ahí, al qué ha sucedido y al qué va a suceder; por qué motivo Natalia ha emprendido un estilo de vida robinsón, qué le ha llevado a aislarse a lo Thoureau pero sin paz, con su huerto, su mesa esquinada y su fogón, su cultivar y su traducir, a lo Santiago Lorenzo junto a la mochufa, a lo Ce Santiago y sus panes caseros. Una vida a priori muy del gusto de los cándidos urbanitas, el locus amoenus snob y de artificio. O quizás no, nada de frivolizar, quizás tiene lugar la legitimación del individuo acariciando el hallazgo de la vida ruda en lo pequeño y en lo apartado, ese apasionamiento visceral de Pierre Michon en su envolvente El origen del mundo (qué estupenda historia), reconocerse en la tierra como cuna de espinas, su abrazo lacerante y verdadero.

Disquisiciones aparte, Natalia va entendiendo que la vida allí es un chocar permanente. Una crueldad sin motivo engalana cualquier acto o pensamiento, crueldad personificada en el indeseable que tiene por casero, al que se ve obligada a tratar y cuya sola presencia la aplasta como a un insignificante mosquito. El supuesto 'héroe' aquí es Píter, un vidriero de vida austera que como personaje presenta aristas con las que Sara Mesa juega al despiste. Como dijo Carlos Pardo acerca de este libro, Sara Mesa lo tiene todo preparado para un desenlace muy peliculero. Por suerte, según él, vence esta tentación. El héroe en este caso peca de exceso, una excesiva idoneidad incomoda y alerta a Natalia contra esa tecnología del relato que suele venir envenenada. Contra el deux ex machina, Natalia supura pensamientos capciosos a la vez que en cierta forma necesita esa presencia protectora.

Nat va asimilándose a los requerimientos del entorno. Poco a poco se vuelve una observadora implacable, disfruta poniendo al descubierto la tragicomedia de la vida social, incluso en esa escala diminuta de La Escapa. Allí ella es el ser inmotivado, no tiene una buena coartada que sacie la curiosidad de los demás, ella simplemente está allí, y esa levedad parece sospechosa ante el escrutinio alevoso de los que como ella viven al margen. Pero su levedad ya es coartada: no juega al retiro campestre, no trafica ni malvende su propia existencia, son los demás quienes parecen ejecutar como autómatas una farsa en el encaje social. Su vocación de observadora se agudiza, se vuelve más fino el trazo de su mirada. Liberada de una carga onerosa, es más ligera. A la vez siente la opresión de una oscuridad turbadora, una amenaza expansiva la achica en el pequeño entorno rural que se rige por extrañas leyes atávicas. La ley de lo atroz y lo mezquino. Y, sin darse cuenta, en una huida hacia delante, hacia lo sórdido, ha aceptado el juego de traficarse y malvenderse. Pura supervivencia que parece amoldar su interior al relieve agreste de aquel entorno. Comienza a sentir la hondura, la aspereza, cierto desgarro con el que ya ha de convivir, como una más de aquella pedanía entre la inmundicia y la belleza. El lector participa de este embrollo aportando lo que puede y debe: curiosidad, interés, entrega. El pacto, pues, está hecho por partida doble. 

La observadora es materia de observación constante y en esto hay un eco decimonónico, el fatalismo de las pasiones discurriendo como un río por nosotros. Unas pasiones que afloran torcidas y aviesas cuando La Escapa reacciona ante la extraña pero sencilla relación que Nat establece con Andreas, el alemán, una reacción gazmoña de pueblo, de beatería, de comunidad cerrada y excluyente que rápidamente sanciona, juzga y dictamina al foráneo. Al menos así se siente Nat en las aguas turbias de su pensamiento, siempre agitadas por la sospecha y por la suspicacia. Hay que decir que Sara Mesa consigue con solvencia ubicarnos en el interior de esa mujer que es un torbellino de inquietud, la minuciosidad descriptiva de sus estados de ánimo recuerda por momentos a esa profundidad entre lírica y filosófica de Eva Baltasar. En ambos casos alcanzan cotas donde el lector se acomoda y disfruta. Boulder sufría por exceso de comunidad, la pequeña comunidad de tres en convivencia conyugal. Nat sufre por exceso de sí misma. Su voracidad mental devora los resquicios de luz y los convierte en obsesiones. Todo lo que la rodea, en su exasperante simpleza, acaba barnizado con una capa de maledicencia enfermiza. Nat sufre de una crónica inclinación al barullo mental, su miedo es siempre irracional, coraza, refugio y ataque preventivo. Entonces el lector se da cuenta: ha entrado a formar parte de la comunidad, se ha convertido en instancia que sanciona y juzga. El lector ha caído en la trampa sutil de esa tecnología del relato, se ha hecho trama, figurón, gesto predefinido. Y ha comprendido. La lección de Sara Mesa es esa, tomar conciencia de que nuestra posición real no es real sino asimilada. Y esta novela de casi amor se convierte en una novela ética cuya tesis anidaba ya en nosotros. La lectura se ha convertido en una situación tensa en la que uno evalúa el mismo acto de leer igual que Nat evalúa a cada instante la propia existencia, como si su vida fuera una novela de cuya aproximación crítica dependiera todo. Vivir o morir a cada instante es una tesitura intolerable y abocada al fracaso. 

La novela se desgaja en dos mitades, como al corte de una cuchillada certera: la desorientación sentimental de Nat marca sin embargo un itinerario bien definido en la estructura del libro. Del planteamiento ético pasamos al minucioso escrutinio de las pasiones (de nuevo lo decimonónico) en una primera persona que es un compendio de inseguridades y apremios. La novela sigue un proceso de tanteo: de la construcción del personaje a su desmoronamiento. Y el lector, morboso quizás, disfruta, sin sentimiento alguno de culpa pues al fin y al cabo guardamos un mínimo de aceptación (de conmiseración) por Nat, entendiendo que ella representa también nuestra caída. 

Nat ha caído presa de una desconfianza sin retorno. Un pozo interior que se la traga poco a poco. Este viraje en la trama resulta confuso, la novela se vuelca hacia el desasosiego sentimental de una mujer sola tan rápido que hay que hacer un esfuerzo de acatamiento. Quizás el ritmo haya sufrido un acelerón demasiado brusco. Puede que el personaje se esté deshilachando en una pendiente demasiado abrupta. O precisamente este giro es el nudo gordiano, la trama en sí, el retrato despiadado de un personaje carcomido por los abusos, la opresión, la sospecha, la huida. Los celos enfermizos solo son parte de la bestia desaforada. Una bestia tristísima y maniatada. Alguien que se siente expulsado del paraíso desde la infancia. Aplastada frente a la figura imponente de Andreas, ese hombre enigmático y exasperantemente equilibrado. La maquinaria que pone en marcha Nat, su obcecación en desconfiar, en sentirse el centro de una existencia hostil, todo resulta de una viscosidad lenta y abrumadora. Cansina. En este punto Nat (y Sara Mesa), en su boicot silencioso, está buscando una excusa para precipitar el fin. El asunto de los gatos recién nacidos es perfecto. La vida entendida como un castigo. Ahora puede sufrir en paz. 

De nuevo como lectores, en el juicio sumario que junto a la comunidad de La Escapa aplicamos a Nat, en nuestra condescendencia, nuestra superioridad, nos sentimos accionados por alguien, guiados, pastoreados. Este complejo de servidumbre o servilismo nos avisa de la facilidad con que las pasiones pueden desviarnos, o la sencillez con que nos dejamos manipular y nos adherimos a una opinión, hacia el cómodo lugar del censor, hacia una altura de desprecio. Para llegar aquí, sin embargo, se ha seguido un camino tortuoso, forzando velocidades, arriesgando el tiempo de un relato que gana en contundencia a la vez que pierde en consistencia. El final es una vertiginosa escalada que se refrena ante la tentación de lo suntuoso. Lo grandioso, en cambio, está también en lo pequeño, en esa hilera de hormigas que Nat contempla cuando regresa al monte de El Glauco y en la que cree deshacer el nudo. Cierra un viaje interior dominado por la culpa, la vergüenza y la desorientación en un paisaje de atávica brutalidad. Nat, superviviente de La Escapa y de sí misma, juzgada por ambos con la misma severidad, puede, ahora sí, vivir en paz. Y nosotros, impactados por las dos secuencias finales, quedamos balbuciendo lo difícil que es lograr el equilibrio narrativo, terminar el puzzle sin acabar deformando alguna pieza. Sara Mesa se muestra cauta y precisa, consciente de estar armando algo que requiere de la sutileza y de la dureza, hermanándose por lo bajo con aquellos libros que citábamos al inicio, lo cual no es poco.

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