Territorio de luz, Yuko Tsushima


Hay primeras personas que se despliegan como una hoja mostrándose en todo su esplendor y en toda su imperfección. Se vuelven la voz de una conciencia íntima de la que acabamos reconociendo las dobleces y los recovecos. Las inseguridades, los temores, una serie de resortes más o menos irracionales toma las riendas de la persona sumida en una crisis vital de las que fracturan el hueso sensitivo. Separación, hija, independencia, trabajo. Todo se confabula a la contra y el personaje, subido al tren descarrilado de su mente, es una víctima más de sí misma. Es una primera persona tan rica en matices que contagia cierto estupor, cierta reprobación sutil y cierta condescendencia ante la prolijidad de muecas y tics que van de lo sentimental a lo obsesivo. Un personaje, en fin, cabalmente humano, errático e impúdico. 

Alguien desesperado siempre convence, siempre es un buen reclamo. Como es costumbre en las obras que nos llegan del lejano oriente, notamos una brecha cultural que, lejos de suponer un obstáculo, dotan al texto de cierto exotismo similar al que barniza las novelas gráficas de Yoshiharu Tsuge. Hay un derrotismo parecido, la existencia mostrada como lucha constante entre fuerzas sutiles que nos encadenan y nos liberan a su antojo. Esta especie de voluntad ciega que mueve a los personajes a pesar de sí mismos, los arroja a un destino de intemperie emocional donde crecen como una mala hierba que anhela incansablemente. 

Lo poético es marca de la casa, una garantía de tradición oriental que se acompaña de la tendencia al elemento grotesco, el espejo deformante para manifestar esa torcedura interior que, salvando toda brecha, nos resulta tan familiar. La familia precisamente es cuestionada aquí, vencida por una hostilidad social que depreda cuanto abandona el molde establecido por la tradición. La mujer sufre por partida doble su separación y la actitud evaluadora de toda la sociedad, convertida en instancia sancionadora, en fiscal y juez que se ensaña con la debilidad de una mujer frágil. Las pesadillas son heraldos negros, lo cotidiano se hace intragable, solo hay treguas inesperadas como hallazgos de luz que la conectan con una pureza perdida. Está desmenuzada y necesita recomponer sin la marca de una brida moralizante limitando su libertad. 

La libertad adquiere aquí dimensiones protagónicas. Una especie de ennui se desliza entre lo cotidiano como el previsible y descorazonador síndrome del adulto. Alguien que ha abandonado el paraíso y, si lo recuerda, es solo para constatar el desengaño. Lo cotidiano aquí es un hastío monoparental en crudo, el sufrimiento de una madre incapaz de amar sin condiciones a su hija. La comprensión de su propia desesperación, que llega a cuestionarse los vínculos asfixiantes con ‘ese peso’ que es su hija. Es en ese momento cuando comienza a entender la vida sola, el abandono de la esperanza, cuando empieza a comprenderse a sí misma. No sucede de una vez, más bien va anticipándose en una serie de señales funestas recurrentes y violentas manifestaciones oníricas. La torcedura de su alma siente inclinación por lo torcido, como una llamada al misterio del dolor en los otros, hasta dar con un tipo de belleza deslumbrante. 

En ese juego extremo entre la sombra y la luz está la encrucijada de nuestra protagonista, que desarrolla en estas páginas una crónica de su separación, la vida errática a la que se ve arrojada presa de una carga emocional desbordada. En esta montaña rusa, en este claroscuro, ella misma percibe que su desorientación es consecuencia lógica del ser escindido en que se ha convertido. El individuo choca violentamente contra el colectivo, cree más que nunca en su impostura, es un fraude miniado que, en su parálisis, aspira a no ser descubierto como figura prescindible del decorado. La crisis existencial suele darse al calor de alguna pequeña detonación doméstica. Territorio de luz está lleno de pequeñas epifanías cotidianas en torno a los ritos menores del hogar y de la maternidad. Una cadena de tropiezos y desesperaciones que dejan entrever la descorazonadora realidad: el mundo realmente se está desmoronando para esta madre separada que cae abruptamente por un abismo interior sin fondo aparente. La sospecha de que es un obstáculo para la felicidad de su propia hija o el hecho de su dependencia emocional de hombres erráticos que acaban espantados ante su ímpetu ciego e irracional. 

Los territorios de luz son remansos de paz sobrevenidos y también son espacios de tristeza sin igual al constatar la claridad del mundo en plena caída libre. El periplo acaba cuando Fujino, el todavía marido, accede a firmar los papeles del divorcio. Ha pasado un año y una nueva mudanza marca el tiempo vital, como un calendario de espacios de abandono. Este libro tiene sus ejes principales en la luz, los espacios habitables y cierta plasticidad de las imágenes que juegan a confundirse entre la realidad y un lirismo onírico atormentado. Hija del maldito Osamu Dazai, Yuko Tsushima transmite fielmente el desgarro acompañándolo siempre de una honda sutileza, como si la intensidad de la existencia se debiera precisamente a esos claroscuros que se bañan en una luminosidad tras de la cual se debaten irresolubles las pasiones de un ser humano siempre desaforado.

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