De cómo la torcedura puede ser más bella, la más alta forma de belleza. La contorsión, el juego, una vibrante capacidad emocional en el ejercicio de esta escritura voraz, deslumbrada y deslumbrante. No se lee, se paladea. Se inserta uno en el lenguaje, hecho ausencia, sin referente, sin su necesidad, sin su servilismo. El lenguaje no ‘sirve’: se vale a sí mismo. Y nosotros cobramos conciencia entonces de un desamparo definitivo, adentro como estamos ya de lo que no sabemos decir.
Todo esto cabe en las dos primeras páginas de El mar indemostrable. Soberbio.
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