Adiós fantasmas, Nadia Terranova


«La novela de la memoria es el juego más puro que tenemos»

La sencilla profundidad o la profunda sencillez, podríamos decir, es parte del encanto intimista de Nadia Terranova, de su escritura que vence a los puntos, por delicadeza, hilvanándose despacio con la tranquilidad de quien se enfrenta a la creación como a una cuerda floja, pasito a pasito, pero con una decisión llena de gracia. 

Una familiaridad se nos contagia en la lectura de las primeras páginas, de la mano de esa ilusión de honestidad que crea una escritura blanca, sin efectismos pero absolutamente eficaz. La naturalidad con que se nos muestra este mundo íntimo recuerda a la Yuko Tsushima de Territorio de luz, libro emparentado con este en varios aspectos más. Liberada de corsés lingüísticos, la voz de Nadia Terranova luce limpia, inteligente, sutil y más que convincente. Algunos escritores gastan páginas enteras de logorrea para lo que ella dice admirablemente en dos líneas. A las pocas páginas uno ya lo sabe: va a ser una experiencia deliciosa.

Adiós fantasmas nos habla del abandono del padre, de la ausencia totalitaria que acaba imponiendo una perversa presencialidad: el ausente se marcha cada día. Con una sutileza única se nos habla de un desgarro familiar que sacudió las vidas de madre e hija. Un silencio a la altura de su abandono: totalitario. Los pequeños gestos que dicen aquello que las palabras no se atreven. Ese arte de la sutileza perfectamente rematado en una prosa intimista, serenamente atormentada.

Cada libro propone un modo de leer o de ver el mundo, un encuadre. Muestra una sensibilidad con la que el lector puede o no conectar. Las virtudes de este libro están en esa propuesta innegociable, una forma de entenderse en el mundo y en la memoria del mundo que somos. Ida Laquidara, la protagonista, revisita los pilares de su estar-ahí, arrojada a la existencia: la monumental ausencia del padre deforma la vida en una mueca de tiempo detenido. Esa es la manera de estar en el mundo tanto de su madre como de la propia Ida. La relación con Pietro, su marido, aparece como una onda expansiva más de aquella antigua detonación. Silencio, incomunicación, frialdad, desapego y una tranquila rumia obsesiva.

«No estamos aquí para sepultar sino para exhumar»

La ausencia del padre evoca, en su universalidad y en su paralizante incomprensión, a la de aquel inmenso Thomas Wolfe en El niño perdido. Es un vórtice despiadado que al girar hace aparecer una variada gama de miedos, complejos, inseguridades y negaciones. Un vacío donde instalarse a vivir.

La historia comienza con el regreso circunstancial a la casa donde vivió media vida con su madre y con su padre primero, y luego con su madre y la ausencia de su padre. Ese es el motor de este viaje íntimo por las vísceras. La constatación de lo pantanoso que fue todo y el lodo que sigue siendo. Sentirse atrapado en esa niñez torcida, ser aún aquella merma, sus estragos. De vuelta a la casa, cada pequeño gesto adquiere un peso simbólico, es un cruce de caminos donde por fin ejercer su voluntad, libre de antiguas ataduras, como si ya sí le fuera dado empezar a vivir. Hasta ahora la certeza había sido vivir en un cuadrado, en un habitáculo de la memoria atascada, esa parálisis de cuanto debía estar en movimiento. Ida nos da las claves: «lo que no puede extenderse se abisma sin fin». Este viaje de regreso a la primera y, en cierta forma, única casa, a la zona cero de todos los derrumbes, supone una revisitación de los afectos que van revelándose en abrumadora minoría frente a los callados desafectos.

El regreso a casa pone en marcha un análisis minucioso de cuanto acontecía por dentro: la rémora con forma de padre que se ha incrustado y parecía parte de algo, un órgano más del cuerpo cercenado. La auto-observación es intensa y cruda, sin concesiones. De algo sirve el abandono, aporta lucidez a cambio de la vida que secuestra. Lucidez para mirar la vida que falta. Una vulnerabilidad transformada en capacidad de asombro y en capacidad de sufrimiento ante todo, algo que empuja a vivir torpemente, a experimentar desde la desorientación, desde el extrañamiento, desde el abandono. No es que su desvalimiento emocional la arroje a experiencias insólitas, es que lo cotidiano, lo ritual, queda siempre recubierto por una pátina de tristeza parasitaria y crónica. Una tristeza, en todo caso, compartida con la madre, afectada del mismo mal.

«⎯¿Os queríais?
⎯¿Alguna vez te he preguntado algo de tu marido?»

La relación madre-hija se vuelve avasalladora, improcedente. Por momentos epicentro de las sacudidas de este libro. La rabia contenida tanto tiempo estalla y se convierte en arma arrojadiza, una debe protegerse de la otra. Protegerse de la vida, esa es la herencia recibida. No protegernos los unos a los otros, sino los unos de los otros. Es el viento acomplejado que sopla este libro de una prosa tan suave como desgarradora. Cómo pagar con el resto de tu vida una calamidad, cómo abrazarse al desastre hasta identificarse con él.

La culpa es un mecanismo tenaz e infalible. Cuánta literatura de la culpa, cuánta vida culposa, qué seríamos sin ella. ¿Felices? No puede ser tan simple. El coraje es afrontarla, no tratar de disminuirla en vano. Los intentos de deshacerla son un modo de afearnos. Este libro hace justamente del coraje una divisa. Juan Ramón encontró la fortaleza en su debilidad, como si la orfandad restituyera algo y lo agrandara. Como si abriera una zanja habitable y después nuestra vida fuera el dilema sobre si quedarse o salir. No con revolución, sino con ligereza. Los hermanos atrapados en el pozo en El niño que robó el caballo de Atila nos enseñaron que salir implica un sacrificio y una vindicación. Iván Repila, inspiradísimo, iba por otros derroteros más políticos quizás. Nadia Terranova pisa con delicadeza pero la zanja, el agujero es el mismo. Es lo que tiene de ejemplarizante. La sensibilidad nos muestra un camino sin meta, el puro caminar terapéutico nos sirve, ese paseo de palabras bien escogidas con que acompañarse, la cosa freudiana de quitarse las pelusas del ombligo con pinzas amables, el gran club de los huérfanos emocionales, esa conciliación como un servicio público de salud mental al que acudimos los enfermos del yo y de la literatura del yo, automedicación que se engulle como una planta, como un órgano o una respiración.

Necesidad de nombrar la herida, de otorgarle una corporeidad siquiera en el soplo de lenguaje que la delimita. Lo contrario es dejarla expandirse y anegar. Lo contrario es lo que ha ocurrido hasta ahora. Ahora Ida Laquidara empieza a destejer la madeja que la desaparición voluntaria de su padre (deprimido, agorafóbico y con trastorno de ansiedad) instauró como un Knossos de la infelicidad. Madre e hija se enzarzan por asaltos en la contienda diaria que desde entonces han ejercido. Este cuadrilátero de golpes emocionales se hace casi teatral, con diálogos cargados de un tremendismo intrafamiliar casi agónico, de un patetismo a punto de descorcharse, como aquella escena al piano de 'Sonata de otoño' de Bergman. 

Ida y su madre son personajes por vocación en un drama que difumina la propia conciencia de existir. Quien vive para un fantasma acaba volviéndose fantasmagoría. Personajes perdiéndose por un desagüe, como agua que se arremolina, excluida toda posibilidad de reconstrucción. Unos personajes tan correctos y tan desesperados como los de Paula Fox.

«Tú te pasas el día mirando el pasado como una imbécil. Tengo la sensación de que vives allí, dejando pasar la vida como si no fuese cosa tuya»

Este libro es ⎯¿como todos?⎯ un ejemplo de los peligros de aquello que podemos llamar un exceso de yo. Cansa mucho ser siempre uno. Ida se pasa la vida guerreando consigo misma, contra su madre y sus recuerdos, hasta que entiende que necesita cambiar el enfoque, el punto de vista. Un cambio físico (contemplar la ciudad desde arriba, como una maqueta) pero también interior. Ser otro, o ser en el otro. Ese anhelo, de nuevo tan juanramoniano, tan alimento del místico. Ida es casi una mística rebajada con recuerdos. Busca al otro en Sara, su inseparable amiga de la adolescencia, en el recuerdo que guarda de ella y que constituirá una nueva decepción, en este caso, salvadora.

Ese exceso de yo, a vista de los otros, acaba erigiendo un ser caprichoso, inestable, envenenado. Toda la literatura es un filón para psicólogos. Ida ha construido una realidad deformada que choca o no encaja con la realidad objetivable y oficial del resto. Su propio laberinto a medida. Asistimos a este proceso psicológico, con la anagnórisis de rigor, a la manera de la protagonista de Un amor de Sara Mesa. El lector se posiciona en distintas partes del libro contra esta persona errática hasta que comprende la violenta naturaleza emocional de lo que está presenciándose. Entonces se reconoce sufriente, demasiado implicado quizás, víctima de un rapto que pide liberación. El lector repasa en este proceso su propio relieve, da cuenta de esta terapéutica al que ha sido invitado sin saberlo. La terapéutica de matar al padre. Enterrarlo. Poner fin al duelo. Dejar de ser el duelo pues solo entonces habrá paz. Una obsesión a lo Hitchcock, una insensibilidad de erizo, no beligerante, sólo áspera, una cuenta pendiente en ese western que es uno mismo. Adiós fantasmas bucea en ese fondo incontrolable que se arremolina en torno a ideas como tótems, a recuerdos como amputaciones, a debilidades como madrigueras. Encajar las piezas del puzle un juego de niños, como toda la literatura, como toda la existencia y esta insistencia en vivir a ciegas, al tanteo. 

«… comprendí lo que me había faltado: aprender a decir adiós. Amamos nuestras obsesiones, y no se ama lo que nos hace felices, al contrario. Nos aferramos los unos a los otros y nadie está hecho de sustancias nobles»

La salida al dolor, viene a decirnos Nadia Terranova, es precisamente el dolor. Un dolor solidario, compartido, surge como profundidad de campo y ya no ocupamos el primerísimo plano, nos sentimos por fin parte de un sinsentido común. La salvación del yo estaba en el otro, no contra el otro. Adiós fantasmas concluye con este canto a una solidaridad creada por el dolor. El dolor se cierra en un abrazo colectivo y ahí queda bien situado, bien recogido, bien nacido. La incurable otredad del yo, dijo Juan de Mairena. Resuelto este nudo, Ida solo debe cerrar simbólicamente la búsqueda. La elegía necesita un asidero, una plasticidad, como recordaba Cernuda en Ocnos. Ida huele la pipa de su padre ausente, veintitrés años más tarde, para cerciorarse de su (in)existencia. Este ritual, la pipa del padre y un casete de la madre, son una salvación por los sentidos. El olor y el oído nos rescatan, nos devuelven una eternidad, una aprensión nos estremece. Lo irreparable queda vivamente reproducido en las páginas finales, que nos ganan sin paliativos, el dolor nítido, simple, irreversible, transformado en una nostalgia tolerable y aglutinadora: ¿cómo no sentirnos parte de ella?

Y aun queda tiempo para una sorpresa final que cierra el círculo, una detonación perfectamente programada, como si no fuera posible ya la calma. En lo estructural y en el ritmo, la historia muestra sus credenciales y nos asegura el impacto que hace de un libro un hito perdurable. Precisamente, comprendemos, nuestras vidas se resumen en eso, en hitos que han perdurado y en torno a los cuales seguimos girando e interpretando el papel de nuestra vida. Hasta que un buen día conseguimos desembarazarnos de ese juego de máscaras y, por fin, empezar a vivir. Ese es el trayecto de Adiós fantasmas, un viaje de duelo, liberación y acompañamiento a las raíces obsesivas del corazón del mundo. Esta apelación a la colectividad es el mayor mérito de un libro que nos convoca y nos reconforta. Podemos pensar que es recíproco, que Nadia Terranova se sintió liberada, acompañada y reconfortada, como Ida durante su viaje al hogar familiar, igual, un viaje a ese hogar de raros afectos y rendijas donde seguimos siendo niños que miran el mundo por la ventana de un cuarto.

Libro sobre la fragilidad de los otros, una historia de superación, un intenso viaje por las emociones, casi fundacional, hacia una reconciliación y un entendimiento con aquello que somos y nos configura o desfigura. Comprender el embrollo para transformarlo en algo parecido a la belleza es el mejor homenaje al ausente.

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