Gente que se fue, David Gistau




Anotaciones de lectura.


Primera parte: las cosas.

Un prólogo más que elogioso. Javier Aznar habla, más que de Gistau, de su admiración crónica por Gistau, que es otra forma de hablar de alguien, con mucho barniz, eso sí, y circunstancia.

La cosa madrileña. El corazón del corazón de España, un pulmón cultural que tose y carraspea, que se vuelve culturalista, pretencioso en su pose capitalina, reducido a tópico, a ombligo, a gesto.

La tematización desatada. Enganchar ideas, reflexiones y recuerdos al hilo de algo que ya es lo de menos.

La nostalgia como emblema, al son del maravilloso Feria, pero sin almibarar, un fondo gris para difuminar relieves en la memoria áspera que nos recubre como una segunda piel.

La bohemia del guionista. Condescender haciendo guiones para Telecinco mientras se aspira a ser Hemingway de verdad, no solo de pensamiento.

El peligro del guionista: que atiborre el texto de ingenio y se haga bola. El abracadabra, los platillos marcando el chiste, las risas enlatadas. Un tic del que es difícil salir. Perderse en ese onanismo que se pretende ágil e inteligente, puede tener efectos secundarios, puede ser contraproducente. Es e mal del guionista, no saber salir del traje, hablar oficio, espumarajear el personaje. Lo mismo ocurre con la cosa madrileña, que acaba siendo un cliché, algo rancio, firme escaparate, un llavero para olvidar que es la llave la que abre la puerta. Qué difícil no volverse efectista. Precisamente Hemingway sería un buen antídoto. La sencillez, por dios, la sencillez, que no se establece por oposición a lo alambicado, es una sencillez casi postural: huir de la contractura, del escorzo, de la rigidez. No fabricarnos un corsé para lucirlo.

La cosa beat. Los bajos fondos, o los bajos altos fondos, el gamberrismo de élite y su frivolidad de alta alcurnia social. Muchas páginas dedicadas a recrear lo sórdido para un tachán final. Algo insulso por palabrería, por clichés, por grosero alarde de escriturismo.

Y la cosa grotesca. Calaveras, gente estrafalaria envuelta en peripecias delirantes que pasan por cómicas. Agilidad narrativa un tanto forzada, como empujar todo el diccionario por un embudo resultón pero algo frívolo. Resultón pero algo frívolo, esto nos sirve.


Segunda parte: temporada de nísperos.

El chiste a discreción acaba funcionando. El disparate termina permeando nuestra férrea e incomprensible resistencia, como si fuera un programa en el que quien se ríe antes pierde. Bajamos las defensas y obtenemos el premio de pasar un buen rato de historieta de aventuras, esta cosa de novelita bizantina con mucha truculencia y mucho negro que en realidad es un blanco pintarrajeado con poses provocativas. Desenmascarados los dos, autor y lector, se produce el hermanamiento de la verdad. Y reímos, ahora sí, de verdad. O casi.

Y llegan las piezas breves como la temporada de nísperos. Cirugía compositiva: qué decir y qué no, sabiendo que lo que no es más importante. Como poner el anzuelo, colocar la lapa cuidadosamente. Si lo haces bien, la recompensa está asegurada: un lector atrapado. Por cierto, se agradece la variedad.

Se alimentan estas piezas breves de la creación de situaciones comprometidas. De personajes ante un dilema: el de si salirse del guion o no, para saberse de carne y hueso. Su toma de decisiones suele cuestionar el mismo relato, para elevar el género, como diría Javier Ibarra, con una pirueta en la trama que condiciona y justifica toda la tramoya.
Gistau gusta de exponer a sus personajes a estas situaciones como si quisiera medirlos, calibrarlos, pesarlos en su honorabilidad, en su volumen y en su autenticidad. Quizás así, de paso, también está calibrándose como creador.

En estas piezas cortas la trama se desencadena por una confusión, una peripecia algo insustancial, la breve sonrisa, la facecia intrascendente. Cuanto más se adelgazan los relatos, más livianos, más anecdóticos. Una mirada curiosa a lo Millás con anhelo del pulimento magistral de O. Henry, pero más del lado de la artesanía del primero que de la genialidad del segundo. Personajes pintorescos, algo esperpénticos, que ofician de lo que son: engendros literarios que se sostienen por su excentricidad o por su sentido de un pathos rebajado y resuelto aquí con garbo, nostalgia y cierto mal de autor.

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