La edad del desconsuelo, Jane Smiley

La edad del desconsuelo. Jane Smiley, Sexto Piso, 2019.

En La edad del desconsuelo Jane Smiley se desmarca con una prosa ligera, demasiado ligera quizás, piensa uno, que viene de leer a Paula Fox con su empaque y su literaturidad. Frente a esto, se acusa el tono informal y despreocupado, más propio del discurso oral, pero también da cuenta de su eficacia amansando al impaciente lector.

El desconsuelo, al principio, es de índole paterno-filial. La tiranía que se ejerce desde la primerísima infancia, tanto más insufrible cuanto permisible. Esos futuros príncipes destronados, aquí princesa que ha usurpado el trono. Y de ahí pasa a la crisis matrimonial, lo que entronca con los Personajes desesperados de Fox. Un desconsolado Dave describe esa enfermedad terminal que es su matrimonio, sospecha, en pleno naufragio. Como si quisiera dejar constancia de cada instante, incapaz de afrontarlo si no es desde un mutismo emocionado. La mirada de Dave es la mirilla por la que observamos su realidad; echamos en falta conocer en algún momento los procesos emocionales de ella, Dana, su mujer y madre de sus tres hijas, al tiempo que agradecemos que se nos escamotee esa revelación. Tanto mejor para que el libro resulte un puzle sin resolver, una historia con poso de cercanía y rabia. Cercenados quedamos, como él, filtrados por un agónico sentido del miedo y de la esperanza. Y así, miedosos y esperanzados, lo acompañamos.

Entre la aparente ligereza se va colando un, digamos, patetismo del bloqueo: Dave ronda ese borde del abismo que amenaza con derrumbar el orden establecido. La sospecha del adulterio lo sume en un estado insoportable: duda entre esperar el golpe de gracia o ahuyentarlo con la cotidianidad compartida. El matrimonio es una institución que está constantemente atravesada por corrientes invisibles, viene a decirnos con su monólogo interior a rienda suelta. Su confesionalidad nos cala y nos emociona: «tengo treinta y cinco años y creo que he alcanzado la edad del desconsuelo». Esta edad del desconsuelo vendría a ser el momento en que uno se hace cargo de su mortalidad. Un cáliz forzoso, como hacer la mili. Un trámite más. El mismo fatal desengaño que no supo cómo enfrentar Gilgamesh con la pérdida de Enkidu. Dave siente desconsuelo por sí mismo porque ha entendido. Después, dice, se llega a la edad de la esperanza o de la resignación. En este sentido, estaríamos ante una novela de formación pues no deja nunca uno de ser una pura potencialidad sin arbitrio, a expensas del bandazo existencial.

El asunto se vuelve estremecedor por la parálisis que maniata a Dave, por cómo lo vive él, que ya somos nosotros. Durante este proceso de derrumbamiento, Dave va evocando, en un ejercicio emocionante, los últimos trece años de su vida, los que giran en torno a su mujer, de quien ahora se siente un desterrado, algo póstumo. La recreación del estado emocional resulta más que convincente. En esta radiografía del trance de su propia separación, Dave revela una capacidad de observación solo a la altura de su hiperestesia atrofiada, maniatada. Nos adentra con suavidad pero con crudeza en su vida en descomposición hasta hacernos co-partícipes y co-responsables de la enorme pérdida. Lo vemos volverse violento, obsesivo, miedoso. Un hombre que sufre y se autocompadece. Es la nueva mortalidad, la misma de Gilgamesh.

La edad del desconsuelo también ofrece una visión de la paternidad que parte del análisis minucioso, casi obsesivo, sabiéndose en la fractura vital que suponen esas nuevas existencias cuyo sentido biológico es totalizador: ya no hay vuelta atrás. Es entonces cuando cobra conciencia de que el presente ya es posteridad y le atenaza la urgencia de atesorarlo, de aferrarse a él precisamente porque es imposible. En esta tesitura, Dave exhibe un optimismo tenaz, irredento, el hilo de Ariadna para coser el presente al futuro, en la necesidad de que haya un futuro que valide el presente. ¿Cobardía o valentía? Quizás amor.

La catástrofe doméstica descrita con minucia y prolijidad, la ruptura unilateral en sordina, impuesta, como una sombra que se cierne poco a poco sobre la seguridad del hogar, la mudez que arraiga como una mala hierba ante una realidad tan común que nos arranca la etiqueta de seres únicos. Nos cambia la etiqueta de seres únicos por la de seres que, únicamente, sufren. Uno más simbólico y literario, otro más humano, Personajes desesperados y La edad del desconsuelo presentan una pequeña serie dorada de reflexiones sobre las relaciones de pareja que noquean, por belleza uno y otro por emoción, a quien tiene la suerte de dejarse golpear. Junto a Casas vacías, literatura en mayúsculas al otro lado del charco de la mano de Sexto Piso.

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