La fiesta en el jardín, Katherine Mansfield


Katherine Mansfield ocupa un lugar de privilegio en el más reciente canon literario, el que consagra a autores con gestos pequeños pero estratégicos y de gran eficacia comercial. Uno de esos gestos de reconocimiento es que Virginia Woolf declarara muy pomposamente que si a alguien le admiraba la escritura era a Katherine Mansfield, su rival literaria. Estos gestos son a veces desaforados y, con el mismo desafuero, se arroja uno a la búsqueda y lectura del trébol de cuatro hojas. Eso sucedió cuando se me dijo –solapa, faja o texto de contraportada– que no podía dejar pasar un día más, que mi admiradísima Lispector, con la fascinación que ejerce, era comparable, si no deudora, del universo propio de la señora Mansfield.

'La fiesta en el jardín' deja entrever un conflicto íntimo que brota como mala hierba entre un contexto de opulencia y distinción de clase. El desgarro de una sensibilidad inquieta como inquieta debió de ser la de la propia Mansfield, cuya biografía haría palidecer en giros inesperados a cualquiera de sus relatos: relaciones adúlteras, aborto, lesbianismo, enfermedades venéreas, tuberculosis, muerte de su hermano en el frente, pensión vitalicia de su padre, un célebre banquero neozelandés, matrimonios exprés, nomadismo y muerte prematura con 34 años. Todo esto en pleno siglo XIX.

En este conflicto íntimo subyace toda la problemática social que pudo vivir en su juventud. Los bajos fondos de la clase alta, amanerada, abotargada de autocomplacencia y hedonismo, su delicadeza de clase nubla una vis despiadada y ególatra. Quizás Katherine hace contrición de sus orígenes coloniales en Nueva Zelanda. Este distanciamiento de fondo marca la construcción de 'La fiesta en el jardín' o 'La señorita Brill', el pack que nos ofrece Nórdica Libros acompañado de las vaporosas ilustraciones de Carmen Bueno. Un desvelamiento sutil de las profundas contradicciones del alma humana, aquí con un marcado anclaje social que funciona como elemento de contraste: pobreza y riqueza, naturalidad y artificio, generosidad y ambición.

Lo artificioso de esta vida burguesa, afectada y gazmoña, tiene arraigo en la idea del mundo como representación. Esta visión, tan netamente schopenhaueriana, se trasluce en 'La señorita Brill' con toda su aparatosidad y sofisticación de gusto modernista. La puesta en escena, tan mecánica e impersonal, parece proseguir en su inercia por encima de los propios personajes. Este feroz individualismo invertido, llevado al extremo –la función del mundo es el propio individuo– es la lección política tras las bellas palabras de la Mansfield, ciudadana de todos los lugares y de ninguno. El desdoblamiento enriquece sus textos, interpretables al menos en dos niveles si atendemos a esta plausible intencionalidad cínica y a la sedosidad del lenguaje que degustamos como un perfume de un refinado y capcioso exotismo.

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