Historias de Nueva York, O. Henry

Historias de Nueva York
Historias de Nueva York
Nórdica Libros, 2019 (2ª ed.)
Pocas veces como en este libro el texto de contraportada hace justicia a la realidad del mérito literario de un modo tan certero. Borges, cierto es, además de crédito (y ventas), debería garantizar este acierto. Habla de Poe y su máxima de que todo cuento debe redactarse en función de su desenlace; añade el tino de O. Henry al llevar al extremo esta doctrina creando de paso el trick story. Uno, en efecto, está deseoso de llegar al final de cada relato para presenciar el juego de manos, el malabarismo, el asombro. Y nunca defrauda. Tanto es así que, como advierte Borges, acaba por devenir una mecánica. Y uno se pregunta si el hallazgo, por esperado, es menos hallazgo.

También se pregunta uno, al leer y releer algunas páginas, si la perfección cansa, si la perfección sostenida pone en evidencia las posibles imperfecciones. En cualquier caso, son pocos los relatos intrascendentes. La mayoría son, de nuevo citando a Borges, «una breve y patética obra maestra». Unos relatos donde destaca un uso del lenguaje magistral: adjetivos y adverbios danzan armoniosamente en un espectáculo de sutilezas único, imágenes precisas y audaces, el mundo al revés, la suave hipérbole, las descripciones majestuosas. El juego de equívocos y de ingenio, presentado con extremada corrección formal y una audacia compositiva que roza la perfección, compone este manual del buen relato. A menudo, una cierta ligereza da idea del sentido lúdico que predomina en estos relatos, un gustarse en la escritura, un no decepcionarse a sí mismo en el noble oficio. La exquisita técnica narrativa denota una inteligencia aliada con el placer de escribir. O Henry tenía el instinto del lenguaje por castigo, como una hipertrofia elegante y divertidísima que invita a releerlo párrafo a párrafo por puro gozo.

El destino, juguetón, se entretiene con los personajes a sus anchas, y a nuestras salud, pues cuanto más atrapados en su red de coincidencias, equívocos y pequeñas zancadillas, más nos retrepamos en el sillón para reírnos a gusto con él, de esos personajes sin suerte, que nosotros tenemos la suerte de no ser. El narrador acompaña y dirige la mirada del lector como lo haría un experto. Sabe que la literatura es una cuestión de mirada. Y lo lleva –nos lleva– a descubrir un caso particular tan nimio y tan lleno de inesperadas coincidencias que enseguida opera su valor de cambio: una ejemplaridad que tiene algo de cuento de Navidad, de amable reclamo moral.

Historias de Nueva York nos presenta una serie de coloridas estampas de aquel mundo en sepia que nos introduce en la vida de barrio neoyorquina (el asunto doméstico, el gag matrimonial, la chanza de oficina, el encuentro en el parque), un microcosmos de sueños y rutinas que O. Henry convierte en placeres insospechados para el lector. La ironía con que retrata el personaje neoyorquino es benigna, no corrosiva, más del lado del homenaje que de la tarascada. Una precuela amable y virtuosa de Los asquerosos que practica la suave ironía, sin llegar a dulzona. Es más una voluntad de estilo que caza en la eternidad, un paladear el verbo para extraerle lo imperecedero, no el sabor, sino el recuerdo. Esto es lo que confiere a este texto una atemporalidad deliciosa.

Buceando en la intimidad de la gran urbe, O. Henry ha accedido por una ósmosis carnal a otra gran urbe, la que acontece y transcurre en nuestro interior. La atención con que desgrana esa mecánica planetaria de edificios, vecinos, huéspedes, oficinas y parques, de alguna forma, al enfocar, acaba diseccionando, de paso, el manantial de psicologías que conforman a sus habitantes. Y, por pura simpatía, es el lector el que intercambia la posición en el microscopio alegremente: de observador a objeto observado. Uno termina sintiéndose ajeno y propio, en esa calma de no pertenecer por entero a lo que por entero nos pertenece.

Un elemento maravilloso acude al rescate de la grisura del mundo urbano, como si un duendecillo se preocupara de que no olvidáramos la magia del mundo. Siquiera recreándolo para nosotros. Como si el mundo nos seleccionara entre la multitud como destinatarios de misterios insondables, ejemplo de esto es el magnífico relato ‘La puerta verde’. Ese es el mérito: hacernos sentir elegidos, privilegiados con el don de escudriñar vidas pasajeras en sus registros únicos, entonando un bel canto casi imperceptible salvo para los oídos sensibles al tintineo de lo pequeño. Miniaturizados, disfrutamos de la perspectiva de nuevos niños ante estas historias que entroncan con la cuentística tradicional.

A veces O. Henry, travieso, juega con el lector. Descubrimos –al final, cómo no– que hemos sido víctimas de un engaño, de una broma. Con ese espíritu juguetón, el propio narrador adelanta la enseñanza que ofrecerá la lectura del relato, como un mago que enseña las manos y las mangas justo antes de dejarnos boquiabiertos con el truco. Personaliza al lector en un narratario al que apela y consulta, al que hace apartes que acaban siendo un recurso narrativo humorístico y también persuasivo: nos gana la sonrisa y el favor. Este es otro de sus méritos, crear clima de expectación y entrega absoluta por parte del lector, ganado ya en los exordios que a veces concentran la hondura que después desmigajará lo puramente argumental.

La de O. Henry, ausente de mal, con esa atención a lo pequeño, a las variaciones sutiles de la sensibilidad y el conflicto felizmente resuelto, podría ser una poética de la esperanza. Un orden secreto universal descubierto o entrevisto en su proceder en torno a unos personajes empequeñecidos cuyas cabriolas existenciales quedan en nuestra cabeza, en la reproducción a escala que en nuestro cerebro produce una escritura tan virtuosa como eficaz. Esta es la magia, el arte de extraviarse y extraviarnos en hilos de palabras que adormecen de puro contento.

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