Los asquerosos, Santiago Lorenzo


Comienza uno paladeándolo: un gusto por el lenguaje, casi malabarismo lúdico, de aliento áureo, entremezclado con la mala leche atemporal. Y poco a poco la voz se acomoda a un Jesús Carrasco o un Julio Llamazares (Zarzahuriel cobra dimensiones de Ainielle), a un ruralismo militante que va a ser el premio no buscado de la huida. Entonces el lenguaje se pone exigente, duro. Se pone inventivo, a lo Umbral. De estilo único e inconfundible, Santiago Lorenzo es un género y un inmejorable compañero de soledad. Uno que no nos la viene a joder. Bendito sea. Tiene este libro suficientes argumentos de calidad y suficientes páginas memorables para aconsejar su presencia en cualquier estantería medio digna.

Manuel, nuestro protagonista, es un robinsón sin alegría pero alegre, un Thoureau patrio, no por intereses místicos –lo místico sobrevendría luego– sino por salvarse el pellejo. En su huida azarosa a lo rural nos conduce a regiones solitarias que no frecuentamos. Nos abisma, risueños, y nos encanta, ratoncillos amaestrados por la prosa fértil y algo bruja de Santiago Lorenzo. Fugado por necesidad, acaba dando con la libertad con mayúsculas. La plenitud en un ascetismo de campo que completa ese viaje interior iniciado por casualidad, por un destornillador usado en defensa propia.

La narración se vuelve acendrada, milagrosa en la minucia, de un brillo dulzón que engatusa. Narrar por narrar, páginas tendidas para que se oreen al gusto de una luz terapéutica. Participa el lector de esa sanación espontánea y es eso lo que le atrapa, ya maniatado por la verbosidad y el humor. En esto, en la gracia, juega a innovar con lo viejo, con la greguería y el chiste. Especialmente hábil se muestra Lorenzo en el retrato grotesco y la sátira de costumbres. De instinto quevediano, hilarante y temible. Me parecen antológicas las páginas a mitad de novela que dedica a la descripción de la Mochufa, esa gente que hace de la ordinariez religión, esos domingueros cafres que vienen a joderle el beatífico retiro. La tarea de Santiago Lorenzo es noble: la de, a fuerza de palabras, construirnos el silencio. El que gozaba Manuel, casi en éxtasis de nada.

Los asquerosos nos presenta una historia feliz a conciencia, retorciendo lo que haya que retorcer para que acabe bien, como queriendo dar a entender que hay recompensa, que vale la pena. Este optimismo a ultranza importa más que la viabilidad del relato, pues este casi parece el relleno necesario para soltar ese reconocimiento a los justos y a los adeptos de la soledad buscada. El optimismo sobrevenido acompaña a la defensa de la España vaciada, que se idealiza hasta la santidad por contraste con la decadencia moral asociada con los urbanitas. Una novela de tesis donde la bondad deja de ser un defecto de forma para convertirse en lugar sagrado que, con todo merecimiento, saborea el mayor triunfo posible: la conquista de la propia vida, sin enemistarse con nada ni nadie. Sobre todo, con uno mismo. Esta defensa legítima, sin embargo, podría menoscabar lo literario. Uno esperaba ver a Manuel algo más contra las cuerdas, que no se le allanara el terreno solo, casi por justicia poética. Lo que se gana en alegato se pierde en literatura. Al cambio, se sale ganando.

Asistimos al proceso de invisibilización de este antihéroe agro, que parece decirnos que llevamos dentro nuestro propio destino y nos está esperando. Y que a veces lo que parece de mal agüero acaba propiciando nuestra salvación. Un progresivo sumergirse en la nada que remite a la espiritualidad taoísta, con su sobriedad, su desapego y su mente en calma, su misantropía. Y todo este orientalismo está alojado dentro de uno, como un hemisferio más de la sensibilidad. Los asquerosos entronca con esa tradición del fervor tranquilo. En el elogio de la naturaleza geográfica encuentra otra geografía, la afectiva, apuntando al centro de una diana. Certera, marca la sístole y la diástole como el canto de los pájaros la hora.

Manuel acaba viviendo en el absoluto presente, que es vivir la eternidad del momento, es decir, vivir fuera del tiempo. Por eso su tío lo envidia y por eso este libro no podía tener mejor final que ese «Te quiero mucho», dirigido a quien lo lea, como declaración de amor y gratitud de la que el lector, al tanto de las minucias de este entrañable y eterno zarzahurielano, se siente mínimamente partícipe. Cierra uno el libro y suelta al aire un «yo también». La escritura para Santiago Lorenzo es una delicia y así llega hasta nuestras manos. Paladeándola. Este libro, entonces, funciona como transmisor de afectos. Afectos consumados que quizás expliquen su éxito. Nos recuerda algo de vital importancia: lo primero es disfrutar lo que se hace. El resto viene luego.

Comentarios

  1. Amigo: gracias por tus palabras, muy sinceramente. Un abrazo. S. L.

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    1. Muchas gracias a ti, Santiago, por pasarte por esta casa. Un gusto saludarte. Un abrazo.

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