Calypso, David Sedaris


Obsesivo, bajito, familia numerosa, menguada por dos muertes prematuras, una de ellas suicidio. Humorista de éxito, consumista y felizmente casado con Hugh, testigo privilegiado de su capacidad para el cinismo. David Sedaris cuenta su vida con un desparpajo que se vuelve entrañable, que crea adeptos, sin servidumbres ni moralinas, nada de filtros que literaturicen lo que ya es gran literatura: vivir, como escribió Eielson, es la gran obra maestra.

El hilo argumental no es otro que ese talento para contar lo que sucede a su alrededor, con la agilidad del monólogo cómico. Un anecdotario sin fin de situaciones que, cuanto menos, nos ofrecen, parafraseando a Zweig, una sanación por la sonrisa. Las anécdotas no son gratuitas. Siguen el esquema prefijado del afecto, de la nostalgia y de esa voluntad de vivir que es todo un acto heroico. Sedaris recrea aquí su propia mitología familiar y fundacional. Quizás como penúltimo asidero, como quien mira un álbum de fotos –de los que ya no se miran– y surgen recuerdos a borbotones.

En ese sentido, este libro es un furibundo ejercicio de memorialismo, a lo Richard Ford, con un tono más jovial y también más funesto, pero sin perder la elegancia y la familiaridad de una lectura engañosamente ligera. Un ejercicio, decía, de reapropiación de la historia personal que nos reafirma ante el desconocido que vamos siendo. Desde la culpa o la decepción, nuestro protagonista se emociona al hablar de la madre desaparecida o del padre nonagenario con el que apenas existe la comunicación. Un universal padre-hijo al que se añade aquí un cóctel chispeante: la homosexualidad de uno y la deriva trumpista de otro.

Por momentos –gajes del oficio– asistimos a una sitcom familiar con tintes melodramáticos. Como aquella tristeza de Louie en Horace and Pete, sustancia viscosa que embadurna las páginas de toda una vida. Conocida es la afición diarística de Sedaris, un arma letal que lo hace temible: todo queda registrado. Y menos mal, porque por aquí se pasea una ristra de personajes únicos, entre el disparate y el bochorno, carne de novela o de memorias. Tiffany, la hermana desaparecida, la madre o el padre son un ejemplo. Esa familia estaba destinada a tener este libro.

Sedaris, el personaje, no tiene empacho en darse tal cual: un Holden Caulfield cincuentón, inofensivo, transita sin despeinarse de lo escatológico al espiritismo, que es otra escatología. Ácido analista de su mundo, con tanta misantropía como amor por esos personajes que conforman el decorado de su existencia, asiste al derrumbamiento del hogar con una mirada desmitificadora y sincera. Junto a la familia, el fracaso es el gran tema de estas páginas que trazan una ética del humor con trasfondo de melancolía. Las semblanzas familiares son tanto un homenaje como un reproche, ambos desapasionados, como vistos desde una distancia prudencial.

Esa distancia es clave, pues le permiten dar un buen repaso a las contradicciones y las miserias de nuestro tiempo. La cruda existencia bajo una capa de frivolidad que rezuma, pese a todo, buenas dosis de optimismo y confianza. La frivolidad sirve de pantalla, por un lado, para opacar –por fortuna, sin éxito– la ternura y, por otro, para enarbolar una crítica a la despersonalización de nuestras vidas, a menudo construidas sobre formulismos vacíos y absurdos.

Entre gags cómicos, sketches delirantes y diálogos ágiles, David Sedaris se nos revela un experto contador. Un escritor infalible en esa etiqueta humorística que quizás lo achique innecesariamente. Prueba de ello es Calypso, un libro al que se le pueden hacer, al menos, dos grandes elogios: que tienes que detener constantemente la lectura para reírte y que, por ese poder de sanación que produce la risa, no quieres que termine. Sedaris nos enseña la vieja fórmula de la felicidad: llegar a ser uno mismo. En esta tarea, su vida ha sido un éxito. Y este libro también.

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