Eisejuaz, Sara Gallardo


Pocas veces se enfrenta uno a un libro como Eisejuaz. La lectura, tortuosa de inicio, recorre el camino del desconcierto al asombro, siempre bajo el signo de eso que Derrida vino a llamar limitrofías en torno a la dicotomía Hombre/Animal. El lenguaje rara vez se manifiesta como experiencia estética pura, en crudo. Un desgarro que no podemos dejar de mirar en su violenta luminosidad. Un desgarro que tiene tanto de tragedia como de epopeya.

Eisejuaz, hombre desposeído por antonomasia, recrea el mito bíblico con una fuerza simbólica apabullante. La suya es la historia de un expolio, el del hombre blanco sobre los indígenas. En su éxodo particular, sufre la traición de los suyos, el desprecio y la humillación. Es la historia de un hombre caído en desgracia,  psicótico y alcohólico, desterrado de sí mismo pero atento a una llamada de origen divino que apunta a las ancestrales religiones mistéricas. Entre la locura y la iluminación, Sara Gallardo propone con Eisejuaz un relato de aliento mitológico que aborda la existencia en su vertiente torva e irracional. El fraude humano, encarnado en la figura del Paqui –pero quizás también en la del protagonista–, se vale de un ilusionismo colectivo en oposición a la integridad salvaje de Eisejuaz, la ciega beatería contra el buen salvaje. La lección está servida: el mundo corrompe la pureza del mundo. La flor degradada a espectáculo, a mentira.

La dialéctica Animal/Hombre remite a la de Salvaje/Civilizado y esta a la de Natural/Artificial o Verdad/Mentira. Símbolos de un conflicto social, político, ético, histórico y hasta metafísico que vendría a deponer el logocentrismo por un discurso de la relación que no privilegie ninguno de los términos. El conflicto que resume el paso de la humanidad por este mundo es el descubrimiento del Otro, un alumbramiento que discurre paralelo al del Yo. En Eisejuaz esta dialéctica adquiere trazos desaforados. Su quiebra interior se basa en la disolución del binomio Yo/Otro, marco afectivo para los hitos fundamentales de toda forma de existencia.

Eisejuaz no es solo un robinsón agreste, sino que añade una hondura conceptual que lo acerca justamente a esa atemporalidad del mito. Su misión es de naturaleza sagrada: tan enigmática como inexcusable. Para vergüenza propia y ajena, debe cuidar del Paqui, el hombre blanco enfermo, perverso y desleal. Debe aliarse con el mal cuidando de aquel que solo le procurará traición. La misma divinidad inescrutable que ordenó a Abraham el crimen nefando o que dispuso que Gilgamesh hallara en la muerte de Enkidu la comprensión de su mortalidad. Eisejuaz debe comprender también la parte divina.

Con el idioma de la profecía, temido y vilipendiado, Eisejuaz es un visionario con hechuras mesiánicas en busca del cumplimiento de su misión: hacer de su vida obra de santidad. Todo son señales, avisos, mensajes: la lagartija, la nube verde o el perro. Intérprete de lo invisible, como el legendario Don Juan de Castaneda, se desliza por un estado de conciencia alterada casi permanente. En este caso cambiamos la datura por el alcohol como principio activo. El símbolo, de acento místico, es lenguaje de revelación. Un lenguaje roto en su sintaxis y de un poder evocador que estremece por una singularidad poética deslumbrante como en el extraordinario pasaje de Ayó: «Morimos juntos: el tigre, el monte, los ríos sueltos como pelos del Señor, y nosotros» (página 72).

La perturbadora belleza de este libro, felizmente rescatado, cobra vigencia entre la cortina de sombras que envuelven nuestra actual época, con su apego por la tradición milenarista y ese tono carnavalesco que invierte unos valores morales casi en vías de extinción. Dice Sara Gallardo en boca de Lisandro Vega, o Eisejuaz, que todos tenemos la ceguera como triste herencia. El ser humano es un animal hambriento de esperanza que está dispuesto a hacer lo que sea por una miga de luz, incluso inventarla. Desde su nacimiento hace apenas un año, Malas Tierras se revela ya, no solo como una bendición, sino como una necesidad de fuerza mayor.

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