Noche cerrada, Chris Offutt


No estamos tan alejados. Es lo que piensa uno cuando empieza a dejarse llevar por las andanzas del primer Tucker, el Tucker años cincuenta, aún niño pero recién nombrado veterano de guerra. Esas paradojas tan literarias. Tan lejos y tan cerca. Un hilo transoceánico (al final todo es tierra) une a nuestro protagonista con el Nini o el Mochuelo, el mismo sentido práctico del mundo, la misma aspereza, igual de entrañables de no ser porque el amigo inseparable de Tucker es un Ka-Bar que se había traído de Corea. Pero le gusta mirar los pájaros. Esa es la eficacia del gran escritor: se diferencian en lo que se parecen.

La apelación a la médula como garantía de honestidad, tanto en Tucker como en los personajes de Delibes. Un ambiente análogo y una parecida focalización: la del niño, o el casi niño –niño paradójico–, en el mundo rudo, despiadado y, por momentos, absurdo de los adultos, atravesado de normas, hostilidad y esos torpes ademanes pueblerinos que se rigen por férreas costumbres: el barro en las botas es un buen augurio, lo que brilla es sospechoso. Ese desconcierto de vivir con el que hay que arreglarse.

 

Una tierra con predilección casi crónica por la sencillez y la desmesura. Soldados con medio hervor, gente se ofrece voluntaria para lanzarse de un avión en marcha porque, de nuevo, le gustan los pájaros. Tipos duros y comadrejas; reservados, midiendo gestos y palabras, deudores de una lealtad trágica. En esta parte de Kentucky todos son perros viejos o tarugos. Algo vibra en el interior de estas gentes, una propensión hacia la oscuridad, algo póstumo que se enciende como una cerilla en la noche. En la noche cerrada.

 

Cuando empezaba a pensar naif, cuando, imprudente, me atrevía a disfrutar con las aventuras de este descendiente literario de Tom Sawyer, la cosa se pone seria. Lo gótico sureño, lo noir comienza en la segunda parte. Niños deformes, creencias y supersticiones, un fatalismo impreso en el ADN y remachado ambientalmente. Hay una ley natural, por encima de jurisdicciones, que emana de la sangre que siempre se está dispuesto a derramar en defensa de los nuestros. De nuevo el vínculo primordial con la tierra. El alma del hombre está en la tierra que pisa. Mandan las leyes de lo pequeño, de lo ínfimo, leyes sin escritura, o cuya escritura somos nosotros mismos. Esta, digamos, honorabilidad abona el terreno para lo sórdido. Una honestidad de especie, sin freno, permite el alumbramiento del hidrocefálico Big Billy. Será el más longevo de sus hijos deformes o retardados, con quien el Tucker años sesenta mantiene tiernas y tenebrosas conversaciones padre-hijo. Por supuesto, sin respuesta. Una de ellas tiene lugar después de haber matado, con cuchillo de marine y por mor a ese vínculo natural, a quien amenaza con quebrar la familia, sea la Administración o un mapache.

 

Noche cerrada es la crónica de un regreso. La odisea aparentemente ha concluido y la pregunta ahora es cómo volver a lo mismo cuando uno ya no es el mismo. El que regresa ya es apátrida. Siempre lo había sido pero ahora, con condecoraciones y pensión, es todo un extraño que ha acentuado una capacidad insólita de observación, como si el ser humano fuera lo ajeno.

 

Leer al Offutt testimonial fue adictivo. Leer al Offutt novelista es una delicia. Es de los que nos recuerda que el de lector es, sin duda, el mejor oficio posible. Diálogos llenos de autenticidad y el perfecto manejo de los tiempos narrativos, que funcionan con precisión, como un motor que alterna ralentí con los empellones (a mitad de lectura uno sabe que un momento de sosiego solo preludia el seísmo). No se ve el artificio y ese es el mayor artificio: tan exacto que desaparece. En Noche cerrada leemos a un Chris Offutt en estado de gracia, que ha construido una novela envolvente, de un fiero magnetismo semejante al que atrapa a estos hombres y mujeres a la exigua tierra a la que pertenecen.

Comentarios

Entradas populares