Robert Walser y el hombre interior

«Tenía ante mí toda la rica Tierra, y sin embargo tan solo miraba hacia lo más pequeño y más humilde. Con amorosos gestos se alzaba y hundía el cielo. Yo me había convertido en un interior, y paseaba como por un interior; todo lo exterior se volvió sueño, lo hasta entonces comprendido, incomprensible. [...] Aquello que entendemos y amamos nos entiende y nos ama también. Yo ya no era yo, era otro, y precisamente por eso otra vez yo. A la dulce luz del amor, reconocí o creí deber reconocer que quizá el hombre interior sea el único que en verdad existe».

Paseantes más que dignos: Rousseau, Walser. La poesía andariega de Claudio Rodríguez. Miguel d’Ors subido a su bicicleta de piñones por la sierra. Krishnamurti con sus nociones de mecánica sintiendo el rugir de la máquina que los transporta hacia Ojai. El espíritu del vagabundeo me seduce quizás como hechizo. Como intento de fuga imaginaria. Como otra ficción. Paseante, amigo imaginario. La vuelta al mundo dentro de mi cabeza, como Xavier De Maistre. Como Pessoa, a quien espío al otro lado del cristal de su ventana en la Rua Douradores. 

Hagan la prueba: diviértanse un tiempo en asuntos de política y verán cómo se vuelven irascibles, pendencieros, intratables. En cambio, únanse a ese vagabundeo del espíritu saltarín, déjense llevar por el no lugar que es el paseo, y verán cómo del simple caminar y del simple observar irá naciendo un ánimo de celebración. Y esto es contracultural. Es un acto de rebeldía. Sin duda podrían tener grandes ambiciones, pero elijan reconciliarse con lo pequeño y tendrán la gran ambición: volverse pequeños. Estarán con suerte a las puertas de ese hombre interior del que habla Robert Walser, quizás el único que en verdad existe. El que nos susurra al oído las palabras que perduran: puede que el mundo nos devuelva entonces la misma idea que creó al mundo. Entrar y salir de nosotros mismos. Puede que ese andar de dentro afuera sea el único propósito del camino.




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