El fruto siempre verde, Manuel Astur


Cantad, así comienza el primer poema de este libro de Manuel Astur y así comienza la mañana, con esta exhortación de júbilo y de vida, como si el ímpetu debiera ser lo que acompañe a cualquier comienzo, al comienzo de cada día. Con esta invitación al canto Manuel Astur, poeta asturiano nacido en 1980, nos anima hacia un regreso a las profundidades del ser que éramos, que hemos sido y al que, con suerte, nos dirigimos. El ser órfico eterno que llevamos dentro, ese tímpano dentro del tímpano, ese sueño en el interior del sueño y que remite al niño nietzscheano, todo inocencia y olvido, «un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí», la melodía perdida y que durante tantos años hemos buscado ciegamente en todos los sitios y personas, que ha sido la diana y también el error de todos nuestros encuentros, pero que llevamos dentro como se lleva un tesoro, como se lleva un secreto susurrado.

Ese canto, nos dice Manuel Astur, solo es posible sin miedo. El secreto solo se revelará en total libertad, no nos hablará si algo distinto nos atenaza, si tenemos el oído ocupado en lo que no somos, si no nos hemos entregado nosotros mismos como ofrenda al canto que somos, pues es lo único seguro, no somos más que el silbido del mundo entre la hojas.

Debemos encontrar esa inconsciencia, no buscarla sino toparnos con ella, debemos posicionarnos para ese choque delicado, para esa violenta caricia, para ese reencuentro primordial. Debemos recuperar al niño perdido, el ser extraviado que llevábamos de la mano y en un descuido se nos arrebató. Lo que preexistió al sistema de creencias, lo que hubo antes de las ataduras y los barrotes, antes de la rigidez y la uniformidad, antes del miedo. El mundo creado y no vivido, ese que nos instaló junto a los grilletes llamados miedo y culpa.

Si lo vemos tal cual es, cruda visión del ojo verdadero, descubriremos que no era más que un cuento, un puro relato, una mera ficción interesada. La tristeza y el miedo solo eran el ogro del cuento. Y nosotros, que nos creíamos personajes, somos los autores de esta magna ficción.

La realidad, pues, queda partida en dos y no podemos sino hablarnos desde uno de los dos lados. Abandonado el ser íntegro, hemos olvidado la unidad de vivir, somos una multitud de piezas enfrentadas. No sabemos vivir sin dobleces, sin evasiones, sin esta grieta desde donde nos miramos recelosos y anhelantes.

Todo lo que ha pasado es culpa nuestra. Es culpa de las opiniones que tenemos del mundo. El mundo es otra opinión. El mismo dolor que decimos sentir es opinión nuestra, interpretación, un agregado espurio con que creamos la corteza de lo vivo.

Quizá lo único verdadero es lo que había debajo, la esencia perdida, lo que estaba libre de dogmas y creencias, aquello que, como a ti, lector, ya nos ha abandonado, aquello que desapareció poco a poco y que se convirtió de pronto en ausencia incalculable, el fruto siempre verde que recogerá la tierra.


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