Yo quisiera estar dentro de ti

No me digáis que nunca habéis sentido la pulsión irrefrenable de salir del coche y arreglar el asunto por las bravas con ese conductor impaciente, agresivo y maleducado. De decir yo también conozco este juego y mostraros chabacanos, vulgares y provocadores, de hacer justicia a ese mundo injusto y grosero que no os respeta y os paga la amabilidad con una obscena mezcla de ingratitud, ofensa y humillación. No me digáis que no os seduce la idea de V de Vendetta, ajusticiar al que os oprime, rebelaros, gritar, dar un golpe en la mesa y mandarlo todo a tomar viento sin pensar en las consecuencias. Pero luego, ay, luego cuando se disipa el torbellino de la adrenalina y nuestra acomplejada mente irascible nos da un respiro, entonces resulta que ya no es para tanto. Recapacitamos, reflexionamos, nos sentimos liberados. Y tratamos de olvidar ese insignificante instante de nuestra vida hasta un nuevo encuentro con la chusca realidad.

Una pequeña redención diaria, eso es lo que quieres, ¿verdad? Pero por qué diablos necesitamos el arranque de furia desatada para luego nadar pacíficamente en las tranquilas aguas del sosiego. Es nuestra naturaleza, amigos. Para lograr la calma parece que debemos arrojarnos a la tempestad y solo si conseguimos sobreponernos a los embates del viento iracundo y del granizo feroz, tan solo entonces, quizá alcancemos también unas pocas migajas de libertad. Me refiero a la libertad interior, a sentirnos libres por un momento de esos grilletes del orgullo, la envidia, la insatisfacción y la frustración. ¿Pero cómo se consigue esto? ¿No es la cuadratura del círculo? ¿No es una ingenua aspiración a un mundo irreal e imposible? Cuando por fin percibimos nuestra frustración empezamos a sentirnos más frustrados aún. No compensa la pequeña liberación que ofrece ese ‘darse cuenta’ si inmediatamente sumamos un nuevo peso a la agonía. ¿Qué sentido tiene quitar un poco peso para a continuación poner el doble de peso? ¿Será verdad que nos pasamos toda la vida en esta montaña rusa de emociones insatisfechas? ¿Y quién es capaz de dominar las riendas, de conducir su propio viaje a lo desconocido? Desde mi montaña rusa veo la realidad como una oportunidad de antemano malograda. Lo siento, yo también leí a Pessoa y su Libro del desasosiego. El existencialismo era un callejón sin salida. Al menos Nietzsche proponía algo, ese ardor vigorizante del eterno retorno, una responsabilidad contigo mismo: escucha, amigo, no solo eres libre sino que además te debes el máximo de los respetos, así que, ya lo sabes, respétate y vive de una vez para siempre. Está bien. La pendiente hoy se me hace llevadera, pero no deseable, porque, como el Cándido de Voltaire, yo desearía tener mi huerto, mi jardín y vivir alejado del mundanal ruido, ser uno con la naturaleza y con el espíritu en una humilde recreación del Génesis que me acercara a algo así como un útero materno misterioso e imperecedero. Sí, amigos, todos creemos en Dios de una forma u otra. Incluso el ateo elabora su dios, su edén, su paraíso y su refugio.

Pero pasan los años y aquí sigo, sin edén, sin paraíso, sin útero materno, sin naturaleza y con un espíritu cada vez más maltrecho y desorientado. Algo así como la globalización me lo impide arrojarme a la tempestad del yo, qué paradoja, me protege contra mi propia libertad manteniéndome atado a una red de necesidades y dependencias tan ficticias como difíciles de romper. Vivo en un sistema donde el acceso a todo, bienes esenciales, información y hasta relaciones, todo está mediado por estructuras económicas y tecnológicas que me obligan a participar constantemente en esta portentosa matrix. Lo quiera o no. Igual que respirar. Igual que tener un cuerpo. Necesito una conexión wifi, necesito un trabajo con el que pagar mi conexión wifi y necesito relacionarme con el otro para desempeñar ese trabajo con el que pagar mi conexión wifi. Y así todo este embrollo del individuo y la sociedad. Del yo y el tú. Del espíritu y la naturaleza. Amigos, esto me trae de cabeza. Quisiera alcanzar el punto medio, el equilibrio. Quisiera lograr la epojé, esa suspensión del juicio y el deseo, de la culpa, el miedo y el rencor, saciarme con lo poquito y lo verdadero.

Todos los días por la mañana veo centenares, quizá miles de coches que emprenden su rutinario trayecto hacia el trabajo y me pregunto qué habrá dentro de esos vehículos, cómo será la materia gris que se aloja en esas cabezas, qué grado de simpatía nos conectará unos a otros. Porque es un problema, amigos, esta distancia insalvable de una mente a otra mente. Más aún cuando todo lo que sucede ocurre dentro de esa monumental malla de mentes trabajando sin descanso para elaborar una realidad que llaman colectiva. Imaginaros, cada una, con sus precarios medios y sus insuficientes herramientas, fabricando el mundo a su modo, a su imagen y semejanza, con sus problemas, sus conflictos y esas ganas de bajarse del coche y encararse unos con otros. Y pienso que quizá sea esto lo que nos une: una tierna desesperanza, la imposibilidad casi física, biológica, de llegar más allá de uno mismo, de introducirnos en la mente y en la piel de ese otro que nos mira desde un retrovisor.

Yo quisiera estar dentro de ti cuando veo esa película o esa serie, quiero conocer los procesos que operan en tu interior y saber si son iguales o distintos a los míos, porque eso significaría que quizá, después de todo, no estoy tan solo en el mundo. Y eso sería mi dios. Puede que la soledad sea solo una ilusión, un mecanismo de defensa desarrollado por el alma que, para no desmoronarse, se reviste de orgullo y fortaleza ante los demás. Se exhibe en su pequeña prisión dorada. Pero yo quiero creer que, en el fondo, como escribió Juan Ramón Jiménez, todos somos cosmillos dentro de un cosmos único y verdadero. Y, sin embargo, míranos, cada uno en nuestro coche de camino a una realidad hostil, poco agradable aunque de algún modo reconfortante, recogiendo, con suerte, alguna migaja de esperanza durante el día. A esas improbables migajas hay que aferrarse, porque son lo único que tenemos, porque son el camino. No sé hacia dónde, pero son el camino.

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