Ordesa, Manuel Vilas
Busco la paz de volver a no
ser.
Página 87
Los muertos son la
intemperie del pasado que llega al presente desde un aullido enamorado.
Página 125
Sólo soy eso: esperanza de
volver a veros.
Página 209
Me dañan el corazón los
enigmas del pasado que ya nunca podré descifrar.
Página 255
Vilas
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Vilas. M.: Ordesa. Alfaguara, 2018. |
Antes de empezar con la lectura del libro, uno debe protegerse de
cierto ruido. El autor es también un personaje self-made, personaje de los que suscitan filias y fobias, todo muy
pasional y maniqueo. Algunos no le perdonan sus incursiones en la poesía,
aunque visto lo publicado quizás podríamos hablar de incursiones en la
narrativa. O sería más preciso decir que en Vilas todo es poesía. Otros no le
toleran la acumulación de premios literarios que ha ido amasando, algunos
siendo ya famoso, sin necesitarlo. Con
Vilas quizás hay quien siente la tentación de mandarlo a la arena y que se las
vea con los leones. Otros, le afean ese personaje dado de sí, su vis terrible,
la visceralidad, la honestidad brutal. O las sombras que adornan cada gesto. Todo
esto es lo propio de la España cainita y Vilas lo sabe, lo sufre y puede que lo
ame como aman los españoles, desde una región lúgubre del alma.
Ordesa desde sus primeras páginas viene a fulminar todo lo dicho. Vilas
es un poeta que no necesita escribir poesía porque Vilas no puede escribir otra
cosa que no sea poesía. Algunos confunden la poesía con un estrecho horizonte
de expectativas. Pues bien, la poesía no es literatura, está por encima de ella.
La poesía es vida y es muerte, es mirada, es todo y es nada.
A sorbos
Lo mejor que se puede decir de un libro es que hay que beberlo a
sorbos, degustarlo y no engullirlo de un tirón. Ese es un buen marcador a la
hora de determinar la grandeza de un libro. No se puede leer Ordesa como si tal cosa. No importa si hay trama.
Da igual si tiene un desenlace. Uno no se pregunta eso, no lo espera. Se suspenden
las previsiones sobre un conflicto y su resolución, sobre los personajes. Nada.
Uno simplemente se sienta y asiste a un hecho misterioso del que tiene una
sospecha: que abre una puerta ineludible a una zona desmesurada y hermosa. A
esa zona que todo el tinglado social se encarga de difuminar, de aplazar, de
negar. Pero esa puerta está ahí y nos mira con superioridad.
Ordesa se lee despacio porque nos sentimos eufóricos y abatidos, porque
nos interpela de una forma tan genuina como desconcertante. Como si un
precipicio se abriera a nuestro paso y nos lo pensáramos.
Hay momentos en que Vilas empieza a desvariar. Es entonces cuando
alcanza una lucidez y una intensidad tenebrosas, como algo sin tiempo y a la
vez enclaustrado en su tiempo. Ahí fluye Vilas y fluye el mundo hasta el
lector, forzado a hacer algo en esa corriente que llega a sus ojos y siente por
dentro, como si tomara las riendas por un momento. Eso es muy
difícil. Sólo por un momento tomar las riendas es verdaderamente difícil.
¿Qué es Ordesa?
¿Novela, autoficción, autobiografía, unas memorias? Es todo eso y
algo más: algo ajeno a los géneros, algo en sí mismo. Su especificidad no viene
dada por atenerse a dogmas o moldes, es una amalgama de hilos enredados;
algunos de ellos remiten a un tipo de escritura de autoconocimiento y también
de la redención. El hijo, que es también padre, se siente arrojado de nuevo al
mundo, a un sitio inhóspito, amenazador, un lugar sin amor. Ese niño está solo:
«Me tuve que inventar que mis padres me querían. Tal vez no me quisieran y este
libro sea la ficción de un hombre dolido. Más que dolido, asustado» (página 157).
Por eso pide asilo político contra el desamparo y contra la muerte. Y por eso
es un yo convertido en tercera persona. Es un conjunto de voces: «Se lo digo a
nadie», se dice a sí mismo cuando se da cuenta de estar hablando a sus padres muertos. La vida
se ha convertido en acertijo. Otros hilos desembocan en una búsqueda de perdón.
De comenzar con un muerto la conversación que no pudo iniciarse en vida. De ahí
que el lector sienta indefensión, vulnerabilidad. Porque se hace partícipe de
esa necesidad de absolución, de ese sentimiento de culpabilidad por no haber
estado cuando debería.
La muerte del padre supone una toma de conciencia: somos seres escindidos
para siempre. Seres en una soledad ontológica, cósmica, una soledad que afecta
a cada átomo del universo: «Supe que iba a estar completamente solo en la vida,
como tú lo estuviste» (página 265). Ordesa
es un último intento imposible de comunicación y un amago de despedida. Y la
constatación de la mayor evidencia que existe: la de ser uno solo, sin otro. Ante
esa evidencia uno necesita urgentemente saldar deudas consigo mismo, jugar a
que hay una segunda oportunidad para todas las cosas, pues la primera se malogró.
La felicidad por fuerza ha de acontecer y pasar inadvertida. De lo contrario,
no es felicidad. Solo tenemos conciencia de ella en retrospectiva.
Planes de estudios, programaciones didácticas, decretos ley. Se ha
convertido en normativa, en burocracia. Se ha de enseñar educación para la paz, educación en valores, en igualdad, pero
nunca se ha hablado de una educación para la muerte. O una educación integral
para la vida, que quizás haría menos amargo ese último trago. Hace cuatro mil años
fue un bello canto a lo desconocido como en el eterno Poema de Gilgamesh. No ha cambiado mucho la historia. Podemos
mezclar el Poema de Gilgamesh, la Carta al padre de Kafka y El olvido que seremos de Héctor Abad
Faciolince y nos saldrá algo aproximado a Ordesa.
Viaje al origen
El viaje al origen, igual que ocurre con la muerte, tiene un
carácter personal, subjetivo, intransferible. No se puede vivir por otro. No se
puede vivir en otro. Es imposible conocerlo a través de otro. Lo que emociona
de este libro es la posibilidad honesta, cruda, desgarrada, de asistir a este
proceso incomunicable de un ser humano que, en el peor de los casos, no es tan
distinto a nosotros.
Hay escritores para quienes las palabras adquieren una intensidad
distintiva. No pasa con todos. Le pasa a Vilas. Utiliza las mismas palabras que
los demás y, sin embargo, con él danzan, se tiran al vacío, conectan. Son un
caos instintivo, un caos bien calibrado. No se sabe cómo, electrifican. Me
recuerda a esa aparente ligereza de Junot Díaz, cuya escritura, como en Vilas, se
sostiene gracias a una arquitectura invisible que procede de un patrimonio
cultural y social transmutado en un fulgurante caos de palabras.
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Fuente: Babelia. |
Pues lo tenía como lectura posible para este verano y me ha dado una pereza tremenda. Conozco a Manuel Vilas se Facebook y sabiendo el género imposible al que se adscribe el libro, me ha parecido que iba a resultarme necesariamente inane. Leída tu reseña, debo replantearme la decisión.
ResponderEliminarMuchas gracias, lector anónimo. Espero que no te resulte inane, si te decides. Un saludo.
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