Un hombre bajo el agua, Juan Manuel Gil

Juan Manuel Gil
Un hombre bajo el agua
(Expediciones Polares, 2019)

La autoficción es cosa de escritores acomplejados.
Página 185.

Y yo qué cojones sé de qué va el libro. Una novela no va de una sola cosa, ¿no? ¿Qué os pasa a todos con el tema del libro? Tengo la necesidad de contar esta historia. Vale. ¿Y? Eso no implica que quiera hablar de mí. Hablar de mí es solo el pretexto para narrar algo.
Página 186.

Así que uno, apenas se adentra en ese bosque, no sabe qué ocurrió de verdad y qué fue producto del delirio de la gente. Ahí es donde le he visto posibilidades a este libro. A la línea que trazamos en el agua para separar ficción, realidad, imaginación, recuerdo, verdad y mentira. Cuando en el fondo lo destacable radica en que todo es un relato. Ya está. Una narración que no se puede ponderar únicamente en función de su grado de veracidad. Página 263.


El impulso de contar

Alguien puede haber escuchado a Juan Manuel Gil contar alguna anécdota y luego habérsela encontrado en uno de sus libros. Este hecho sugiere una especie de integridad narrativa de la que también es muestra el libro que nos ocupa. Puede que estemos ante una de esas ocasiones en que autor y personaje, queriéndose uno, se confabulan, además, para interpretarse de manera sinfónica, consistente, creíble. Una puesta en abismo que recuerda a las escaleras imposibles de Escher.

Juan Manuel Gil seguiría siendo escritor, uno ducho y vigoroso, incluso en el caso de no escribir una sola línea. Se le intuye el impulso de contar, aun a riesgo de ser contado, como al reclamo de un fuego primordial. Ha dado la casualidad de que ese impulso va acompañado por la labor de escritor como podía no haber sido así. Un escritor que corre uno de los peligros más genuinos de la escritura: transmutar la vida en literatura. Exprimir una y que salga la otra. El personaje se llama Juan Manuel Gil, es almeriense, escritor y también fue becado por la Fundación Antonio Gala tras terminar Hispánicas; como el autor, también escribió un libro sobre su padre. Ambos han ganado «un importante premio de poesía».

Hay una propuesta juguetona, elusiva, un juego especular de matrioskas infinitas que recuerda al universo de Vila-Matas. El gusto por hacer de la escritura materia narrativa, reflexionar sobre la escritura al tiempo que se escribe, estirar los personajes, doblarlos hasta una confusión con lo que creemos a medias realidad, a medias invención. Juan Manuel Gil, en el terreno de la autoficción, transfigurado en autor-personaje, quiere escribir un relato para dilucidar unos hechos de los que no se sabe qué es real y qué invención. Algo particularmente interesante en la época de la postverdad. Ese resorte narrativo es la caja negra de una novela de lectura amena y zigzagueante, que tiene algo de Delibes (con el Mochuelo o el Nini como personajes vivos, en formación), algo del Umbral de Las ninfas y de la menos conocida Madrid 650: el vagón abandonado hecho símbolo son aquí la balsa, la higuera y la morera. Objetos sin tiempo. Y todo planteado y expresado con esa sencillez que esconde una lección: no se ve el engranaje pero tranquiliza saber que está ahí sosteniendo el relato y sosteniéndonos a nosotros, lectores en busca de un relato que nos lea a su vez.

Un caracol en su casa

Quien haya tenido la suerte de leer Mi padre y yo. Un western (El Gaviero Ediciones, 2012), elevada ya a la categoría de obra de culto, sabrá del gusto y el talento de Juan Manuel Gil por y para el diálogo literario. No es cosa menor: en el diálogo se funda el yo. Pensar no deja de ser un diálogo con uno mismo. Escribir, también. La memoria dialoga, el amor busca el diálogo de los cuerpos con la memoria. No hay lenguaje que no sea un medio para procurar la compañía del otro.

Pueblan estas 283 páginas un costumbrismo de la hipérbole y un folclore almeriense rico en contrapuntos, al rescate del léxico familiar disparando fogonazos que son puros hallazgos (estar muy malico, comer galguerías, ha guiñado los ojos para decir que alguien ha muerto, el ya está con que la madre despacha cualquier disputa verbal). También incurre en una nostalgia muy de nuestros días, a rebufo de eso que Sergio del Molino bautizó, en feliz sintagma, como la España vacía. Un escenario en el que J. M. Gil demuestra moverse como pez en el agua, casi tan bien como en el uso del humor, donde es todo un aventajado. El humor a veces consiste en mirar primigeniamente el mundo, como decía Eisenstein de Chaplin. Una mirada que entusiasma y que ilusiona hacia atrás. Hacia dentro. Donde lo familiar se hace universal y lo pequeño pieza imprescindible en el engranaje del mundo.

Un hombre bajo el agua es un relato acompañado de su proceso de escritura. Como si aquí la honestidad consistiera en aclararlo todo, incluidas las circunstancias del propio relato. El narrador se vuelve sobre sí mismo como un caracol en su casa. La narración es la casa del narrador, que nos invita a pasar, pues, como es lógico, la prefiere habitada. Un perspectivismo enriquece y complica con sencillez la trama. Complicar con sencillez no es una paradoja, es un arte. Está la literatura como tema, la vida del escritor como materia de reflexión. De ahí que este libro enrede al narrador, al autor y al personaje jugando a la multiplicidad de la misma manera que otros juegan a la unidad. Todo es perspectiva. El juego es el mismo.


Apuntes para una novela futura

El Juan Manuel Gil protagonista intenta recomponer el pasado a partir del episodio perturbador que vertebra el libro, uno de esas desgracias rurales que quedan sin resolver y que marcan el devenir de un pueblo y sus habitantes. Este episodio del pasado da pie a una trama con trazos detectivescos donde J. M. Gil se descubre como un buen buceador de las emociones humanas. Abre madrigueras, deja señuelos, los cambia de sitio, nos dice que es un juego que parece real, luego que una realidad que parece juego. Todo parece lo que es y algo más. La misma novela no es tal. Son, serían, los apuntes para una novela futura. La novela es el fingido proceso de construcción de la novela que sería, de escribirse. Un escritor de pura cepa ejerce con plena coherencia trágica: dibuja su vida como la novela que querría escribir.

Es también un homenaje a la poesía, esa que no le cabe al mundo; un canto a la belleza malograda y la historia de una relación de pareja atravesada por, cómo no, la obsesión por la literatura. El protagonista es ególatra, cobarde, megalómano, fatuo, cínico, inmaduro y mezquino. Un niño eterno en perpetuo trabajo de reconstrucción. Es decir, un aspirante a escritor. Y un personaje en crisis tratando de arreglar su vida con palabras y dándose de bruces consigo mismo. Un hombre que viene del pasado porque siempre ha estado allí. Su exceso de yo hace que en algunos momentos –por ejemplo la conversación final y quizás prescindible entre Carmela y Juanma– se tenga la sensación de que Juanma habla consigo mismo. Se percibe la tramoya y por eso, también por ahorrarnos el vicio de saberlo todo, tal vez pudiera haberse prescindido de ella. 

Nuestro autor-personaje, finalmente, cree haber hallado una verdad que por primera vez lo empuja a ser él mismo, no a interpretarse. Una acción, la primera, que reviste cierta heroicidad y cierto sentido del deber, entre el ajuste de cuentas con la memoria y la reconciliación con lo que somos.


Una revisión a la trayectoria de J. M. Gil nos diría que ha hecho el camino de la poesía a la narrativa. Quizás, estando allí, nunca dejara de estar aquí. Esa es su integridad, rasgo forzosamente anterior a los demás atributos que pueda arrogarse un escritor.

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