El consentimiento, Vanessa Springora


Pronto, demasiado pronto, comienza uno a sospechar que este libro pueda quizás tener más atractivo para la psicología forense y criminal que para la crítica literaria. También que el hype mediático ha seguido los cauces previstos, más del lado de Beigbeder que de Lançon: más de tirón comercial que de verdadero logro artístico. O no. Devoto de los genios malignos, uno duda hasta de su sombra. Lo que sí, acordamos, es que Springora podía haberse saltado el prolegómeno de la infancia. Quizás haber encajado las piezas fundamentales (abandono del padre, perfil errático de la madre, niñez solitaria y necesitada de atención) estratégicamente a lo largo del texto. 

Las minucias previsibles del depredador sexual, para más inri pedófilo, adquieren robustez y valentía cuando el discurso deviene directa acusación social. Un entorno que miraba a otro lado o se mostraba abiertamente permisivo con las relaciones desiguales ciertos escritores de prestigio establecían con jóvenes muchachas como Valeria. El dardo es tanto más afilado cuanto se dirige a intelectuales de izquierda y a personalidades tan señeras como Barthes, Deleuze, Beauvoir, Sartre, Aragon, Duras, Cixous, Derrida o el mismo Foucault, tan atento a cualquier tipo de represión; todos ellos nombres que supuestamente auspiciaron o consintieron las relaciones delictivas adulto-menor en una suerte de poderosa cortina de humo o entramado para el abuso sexual. (El caso de Cioran es más sangrante: empequeñecido en su mezquindad –por otro lado esperable–, se pasea por estas páginas como otro vulgar encubridor de la inmoralidad burdamente disfrazada con el traje del genio creador). 

Medios y figuras prominentes que defendían la liberación sexual, aquella vanguardia intelectual, demuestran que somos esclavos de idearios, movimientos y coyunturas políticas. El libro descubre su espíritu confesional, levemente ensayístico y explícitamente fiscalizador, por encima de cualquier trama. Comparten banquillo con la intelectualidad de izquierdas, la madre, el padre, incluso el sistema sanitario o el departamento de policía, todos facilitadores o cómplices de un soterrado y atroz sometimiento sexual continuado. El j’accuse de Vanessa Springora, con una cierta y comprensible ambivalencia ante el elegante monstruo cincuentón, aquel reconocido escritor, por lo demás hombre ególatra y maniaco obsesivo con el que convivió y al que se sometió cuando ella tenía catorce: «A los catorce años, se supone que un hombre de cincuenta no te espera a la salida del instituto, se supone que no vives con él en un hotel ni te encuentras en su cama, con su pene en la boca, a la hora de la merienda». Un hombre cínico que invertía un capital en tratamientos de rejuvenecimiento y que viajaba a Tailandia a la caza de «culitos frescos», niños de once años que sodomizar, con el agravante de dejarlo todo por escrito en sus diarios ampliamente publicados. Valeria, que supuestamente llegó para redimir al maniaco de su incontrolable adicción, era otra muesca más, materia narrativa de primera y mercancía sexual paliativa. 

El consentimiento, la confesión brutal que contiene, pone sobre la mesa el asunto del autor y la persona, de la literatura en relación con la moralidad. Si debemos o no juzgar una obra artística atendiendo a cuestiones éticas y de moral, si debemos o no valorar a un autor por estas mismas cuestiones o si, por el contrario, el arte está libre de cualquier responsabilidad real, como un salvoconducto que permitiera, so pretexto de la supuesta genialidad de una obra, toda aberración en el campo de la moral. Casos no faltan en la historia literaria. El de Gabriel Matzneff (G. en el libro) aparece ya en esta particular historia de la infamia, acumulando vergüenza al mismo tiempo que interés, traducciones y ventas. Recordamos lo que ocurrió con un buen número de profesionales del arte y del espectáculo, cómo parte de su obra se vio defenestrada en atención a una presión social que sancionaba duramente presuntas conductas abusivas con mujeres: Louie C. K., Woody Allen, Polanski. El caso de Matzneff resulta tanto más inquietante cuanto supone delito tan flagrante como el apoyo y el encubrimiento institucional desde distintos ámbitos: literario, judicial, policial, incluso mediático. 

La literatura vuela alto cuando se subleva contra convenciones y moralidades, pero se enfanga cuando está al servicio de otros propósitos espúreos, cuando convive con la impudicia solo porque la sostiene, la encubre y la ensalza. En este caso, está irremediablemente sometida al escrutinio social y a la historia. El genio creador se debe a su obra, debiera ser mártir solitario, su sacrificio no puede valerse de otro degollamiento que el suyo propio, de lo contrario el coste humano de la obra cuestiona o directamente invalida cualquier mérito. La sociedad que la sustenta tendría los mismos vicios que su protegido. 

Cuando la literatura se hace a martillazos y necesita bula papal comienza a perder el pulso, no resiste cualquier análisis que no sea pura, escrupulosa y fanáticamente artístico. Pero lo artístico se empobrece, se ve mal al trasluz, con un brillo mate, renegrido y tramposo, como un capricho ciego contra el mundo y no para él. Todo esto viene a decirnos El consentimiento, un libro que cuenta con un incentivo añadido: su autora ajusticia al verdugo precisamente allí donde este campaba, se auspiciaba y folgaba: en la letra impresa. A esta reparación en lo simbólico se suma un valioso hito de reapropiación personal: Vanessa Springora, despersonalizada y cosificada durante décadas, ha vuelto a ser el sujeto de su propia historia. Por todo esto se entiende que este libro trascienda el ámbito estrictamente literario, incluso aspire a cuestionarlo y a resituarlo.

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