Irene y el aire, Alberto Olmos

Enseguida llama la atención la fluidez narrativa, un oficio de contar innegable, y la inteligencia. Una mirada perspicaz que puede hacerse ácida y corrosiva a poco que se ponga, con ese don de enjuiciar sumariamente como si nada. Bisturí y freno. Uno se imagina a Alberto Olmos conteniéndose en cada línea para no liarla, contentándose con dos adjetivos seguidos como un pequeño jardín de invierno. Ahí destaca Olmos, en el retrato de sociedad, en el afilado trazo que su ojo recicla en escritura, en degustación Gourmet. Precisa, aseada, ocurrente, una prosa con vocación aforística de sprint de no ser porque también domina la carrera de fondo. La inteligencia produce humor, se le cae a racimos que el lector paladea gustoso, casi libidinoso, pensando, motivado en exceso, algo así como que por fin tiene en frente alguien a su altura. Deleites aparte, la inteligencia también produce esta vanidad. No es tan fácil ser inteligente.

Olmos se muestra especialmente hábil en la composición de un retablo social en torno al embarazo, un rito de paso generacional que, visto desde fuera, quizás sea algo ajeno, incomprensible, un exceso de porvenir que genera tanta curiosidad como grima. Las circunstancias que acompañan a este rito de paso dan para un libro entre la autobiografía, la confesión y la antropología social de bolsillo. Son estupendas las páginas que relatan la visita al emporio Ikea, un hito de rigor para acondicionar el mobiliario sentimental de la nueva vida que aguarda la cuenta atrás en la barriga de Eugenia. Olmos tiene su sello inconfundible, macerado en aquella rama malherida que le salió al árbol y que, atemperada y encauzada, logran esta mirada especialmente dotada para el escalpelo y el desmembramiento lingüístico del tinglado social en que nos movemos.

Lo siento, voy a reincidir en el lenguaje. Asombra por lo esmerado, por la precisión milimétrica, por la maestría de hipnotizador. Hay algo umbraliano, ese goce de unir palabras, de crear redes que cazan adjetivos y metáforas con suavidad, con extrema facilidad, casi con soberbia, un goce que se refrena en el tono moderado de lo diarístico o lo confesional, esta autobiografía novelada, también tan umbraliana, donde todo es fluir. La pausa la pone el lector para respirar un lenguaje que, de cristalino y admirable, uno lo cree firmemente dotado para lo pedagógico, para la columna o, por qué no, para adecentar y darle un lustre divulgativo al BOE.

El motivo del libro es el embarazo vivido desde la mirada del futuro padre. Este, cínico, atribulado y profundamente ilusionado, despliega un enciclopedismo a nivel usuario de todo lo relacionado con los prolegómenos del parto; pero también hace un minucioso recuento de la montaña rusa emocional que viven los futuros padres ante la inminencia de ese «exceso de porvenir». Olmos relata su experiencia con la expectación del neófito, con ternura e incredulidad ante la inminencia de un parto que, por lo demás, había sido diseñado a conciencia siguiendo la nueva sensibilidad que reclama el respeto hacia la madre que da a luz. Esto incluye, en la medida de lo posible, confiar en la sabiduría natural del cuerpo para hacer algo que atesora en los genes como una gramática parda inmemorial.

Literatura del padre, del casi padre o del futuro padre, sin tiempo aún de que el hijo pueda reprocharte nada, que no se te transforme en escarabajo, ni elogiarte aún la dedicación y el amor incondicional después de muerto, qué sé yo, a manos de un grupo paramilitar en Medellín. Este libro se abre también a los anaqueles de librerías donde se detienen precisamente los que esperan, parejas en busca de orientación, pistas, reafirmación o discrepancia sobre el gran tema de sus vidas, al menos durante nueve meses.

De pronto, el vuelco. La segunda parte del libro desvela una pericia narrativa como contrapunto a esa morosidad cálida de la primera. Ahora todo se precipita y nos vemos subidos a ese taxi de madrugada como una verdadera fuga hacia no se sabe dónde. Olvidamos el BOE y los anaqueles para parturientas, ahora el texto se robustece, la narración, vertiginosa, nos encoge. Se masca un final. «Nacer es sólo una invención de la luz. Vivir, un hábito del aire». La vida se vuelve entonces delicada, frágil pero al mismo tiempo incontenible. Una lucha entre la oscuridad y esa luz que nos inventa. Irene encarna la voluntad misma de la vida por afianzarse, por instalarse en la luz. Alberto Olmos, tímido y afilado, parapeta una sensibilidad terrenal bajo el relato del mundo que opera transformándolo, las palabras como munición o fortaleza. El embarazo y el parto constituyen un hito que en este caso, y gracias a la manía de anotarlo todo, también incluye al padre. Su protagonismo en la historia es un primer vínculo con ese porvenir aún acorazado, con la vida misma que no deja de acoplarse a nuestra mirada. Y es esa mirada debatiéndose entre la extrañeza, la sensación de no pertenencia y la urgencia de estar dentro de los acontecimientos, esa mirada comprometida con la existencia —aun dudando de ella— la que emociona, el colofón, el aire. Un lirismo cubre la escritura cuando ya es toda respiración, cuando cada latido es una reparación del mundo y un compromiso indestructible, el del amor entre un padre y una hija. Esta es la lección que ofrece Irene y el aire: la lucidez al reconocerse un hombre, uno más, inexorablemente desorientado y feliz ante el derrame de vida.


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