El mar indemostrable, Ce Santiago (II)



El pasmo

Los párrafos de Ce Santiago son auténticos artículos de coleccionismo, proezas únicas de alta precisión con inclinación al pasmo, al modo laberíntico de donde uno pide no salir, quedar apresado en el lenguaje, pescado en sus mallas de arrastre. Ese vértigo conceptual de saberse tan maleable, de desearse así, en la resaca de un mar de sentido, eterno naufragado, feliz. Cuesta avanzar en este libro porque uno lee una página, se detiene, la relee, quiere comprender de donde le llega el hilo de dolor que es la belleza, cómo sustraerse a una experiencia tan devastadora a través de la lengua que nos configura, como una infancia resucitada, como una herida hecha de significados. 

Encontramos pecios que son tesoros, citas que son referencias, que continúan el texto y hacen que se despliegue en más direcciones, que la experiencia de lectura se enriquezca y se abra. Metáforas en aposición, imágenes audaces, minuciosas descripciones y ese salto ecuestre por el aire del lenguaje, por nosotros. Metáforas en espiral, en cadena, con fascinación náutica y precisión inverosímil, cortante, un discurso aplazado en el que lo importante no es llegar a sitio alguno, sino el propio movimiento, el viaje de la inmovilidad.


La bondad

La bondad de Ce Santiago es tomarnos por inteligentes. Su mérito, darnos esta sólida tabla donde medirnos, tan intelectual como puramente emotiva. Emoción liberada al calor de un colosal desfile de hallazgos expresivos. La complacencia en lo pequeño resulta anestésica y abrumadora, pues contagia en lo formal como la melancolía de Chet Baker o Bill Evans, en un proceso de traslación de lo gráfico (el signo) a lo abstracto (la emoción). Esta artesanía solo es posible en la dedicación absoluta al detalle, en una atención total a lo que ocurre mientras no ocurre nada. La mano atenta y el ojo atento son la misma laboriosidad del mundo, en su devenir de pájaro, de mar, de nada.

Ese pasmo inicial, después suavizado, resulta portentoso en la capacidad para poetizar lo ordinario, con un lirismo duro, bronco a veces y por ello más sugestivo, la obsesión del lenguaje shakespeariana. Cada adjetivo, cada palabra ha sido cuidadosa, obsesivamente colocada, como alguien que desactivara una bomba, o que la activara. La detonación de la escritura nos llega por vía de encantamiento y sugestión, y también el enredo, el lento paso procesionario. Trastabillado, el libro avanza, la paleta de colores se agranda hacia un color marino, el color de un fracaso –la verdad del mar– donde bracea la voz que habla entrecortada y el mismo lenguaje con ella, solidarizado, mimetizado, como cuerpo que se aovilla y sufre. Esa aridez, el registro conversacional siempre inacabado, el narrador diluido en la escena casi teatral de voces superpuestas, esa espesura difícil, tertulia de fragmentos náuticos, y las vidas de fondo que van colándose con la épica ingrata de una tarea que acaba confundiéndose con la vida, el mar, que acaba deformándola, cuestionándola.


La densidad

Vuelve el narrador –y su densidad– para darnos cuenta de la mujer, la dureza en que vive y su larga espera, Penélope sin epopeya, ese otro subproducto de la verdad del mar, arrinconada, obviada, su marginalidad parece prescrita, un estigma. Con una deliberada discontinuidad entre las partes, el libro puede leerse en más de una dirección, capítulos que son como habitáculos conectados: el rumor de uno hace resonar otro, en sinfonía de imágenes que van desplegándose unánimes y cuyo conjunto conforma una estampa detenida en el tiempo, una estampa sin tiempo, única, borrosa de ayer pero nítida en su silueta atroz. Esa estampa rasguñada es este libro de un ímpetu más que notable: el ímpetu transformador del lenguaje como símbolo y como testimonio.

Así como parte de la literatura desarrolla el conflicto con el otro, hay libros que se ocupan del conflicto con lo otro. En esta línea transcurre El mar indemostrable, título ya de por sí elocuente para aludir a esta presencia tan totalizadora como elusiva. Un ejercicio de casi mística se revela –y se rebela– en el lenguaje que se enmarca en una heterodoxia militante donde campan el ensayo filosófico y la frágil poesía, contrapunto a una trama que avanza por goteo hasta la inundación. Un trayecto nervioso que apela siempre al tuétano, entre la gracia y la abominación. Tres personajes atravesados por el mar, tres crucifixiones que son todo un trasunto bíblico en su simpleza, en su hondura, en su fatalidad silenciosa. El silencio, la incomunicación, la ingratitud con que se paga una vida cuya factura abunda en pobreza, en miseria y en sacrificio estéril, dureza crónica del mar en tres cuerpos hechos llaga, desprovistos de sentido si no es el de sufrir. Sobre esta visión del absurdo cotidiano, la fractura del lenguaje, prometeico, tembloroso en su estudiadísima presencia abrumadora, trasplantado como esqueje de mar, otro mar, pero el mismo.


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