Cartografía humana, Juan García López

 Hablemos a propósito de Cartografía humana, de Juan García López, de la incurable -y recalcitrante- otredad / orfandad del ser humano. Frente a ese ‘pesimismo de los débiles’ que Narbona objeta a Schopenhauer, hay aquí un optimismo militante queriéndose no fuerte, sino totalizador, comprometido éticamente con una explicación conciliadora del mundo. Un mundo siempre entendido como permanente búsqueda, insaciable deseo. Celebración, pues, pero también conflicto. A la pregunta ontológica por el ser (¿qué soy yo?), la respuesta mecánica del otro, instancia lúdica que nos da, bien que mal, una coartada existencial. He aquí el exceso de espíritu, la hipertrofia afectiva, el suave idealismo. La insuficiencia provoca a veces, por compensación, una mueca autocomplaciente, ese rito de la autorreferencia. Por ejemplo: habitar el deseo y quedarse a vivir en él, urbanita del corazón que decide morar en este punto fijo desde el que trazar círculos concéntricos como infinitos mandalas, y que ese punto, además, coincida con la tradición heredada. Replicarse en lo otro es también una manera de decirse, y decirse es un modo de identificación, de integración en unas coordenadas históricas y emocionales donde el amor y el dolor son meros útiles de labranza. El yo y su andamiaje en el nosotros. Ese camino a lo plural, interminable, constituye tantas veces un itinerario de vida, inseguro pero cierto.
 
 
No extraña la manía que tenemos de fabricarnos, qué sé yo, dioses. Ya lo hacemos en lo cotidiano inventándonos los unos a los otros. Quizás sea culpa de la mecánica celeste, de la deriva continental, quizás sea un acto reflejo, algo instintivo, telúrico, un tic biológico. Puede que el eterno retorno esté ya aquí, en lo pequeño, en el pulso caótico y errado de nuestra manera de repetirnos. La experiencia del otro, inabarcable, a su modo sagrada, nos empodera, nos distrae, nos ocupa. Y en esa ocupación milenaria surgen hallazgos, la mano de orfebre pule, rasca, tienta, crea el mundo palabra a palabra incluso con carácter retroactivo, prometeico, pequeño dios envalentonado que, preso en el tiempo, cree doblegarlo. Agradezcamos que alguien quiera convencernos de nuevo de que la inocencia es una virtud y la entrega un modus vivendi. Que nos haga sentir la vida dentro de un deseo, engullida y gozosa, caminante vocacional, como llevándose en volandas a sí misma, con fe ciega, alimentada y viva por la tranquila convicción de que, por qué no, merecemos un destino.
 

 

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