La gran ola, Daniel Ruiz García

Cuidado. Lo que pone en juego Daniel Ruiz García (por cierto, nombre poco literario donde los haya) es un síntoma y una enfermedad sistémica. David Graeber o Mark Fisher hablaron de esto: el insultante, el absurdo laberinto de la burocracia que ha invadido todas las esferas sociales, administrativas y laborales. En este caso, además, de la mano de otro de nuestros males modernos mejor delineados: el del coaching y todas las pamplinas motivacionales que han inundado igualmente la totalidad de la esfera social y del propio cosmos. La ambición sin escrúpulos disfrazada con los ropajes a la moda: buenismo, emprendedurismo, positividad y yoga, verborrea incuestionable para maquillar las fauces de un sistema despiadado.

Hace poco Antonio Muñoz Molina hablaba en un artículo de la necesidad de recuperar los límites, como si la mera idea de infinito, tan didáctica y casi edificante, nos apabullara y nos arrojáramos a su negación incluso, sobre todo, contra natura. Ya antes Lyotard nos advirtió sobre la crisis de los meta-relatos ante la que ahora reaccionamos dando brazadas absolutamente improcedentes. Por un lado, la lacerante ilusión de un mundo, sólo en apariencia, ilimitado y, por otro, la ausencia de los grandes referentes que habían puesto tierra firme bajo nuestros pies, ahora tienen su colofón, de una actualidad, como dirían, rabiosa: el culto irracional e interesado al sentimiento, o mejor dicho al sentimentalismo. Que absolutamente todo sea opinable significa que todo es relativo, es decir, nos llevaría a un relativismo absoluto. Si todo está sujeto a opinión y cualquier opinión es igual de respetable y válida, tachán, nos hemos cargado el concepto de objetividad. La verdad es cuestión de fe, de empecinamiento.

A pesar de la rotundidad del planteamiento, de la osadía y el esfuerzo por mantener el ritmo, Daniel Ruiz no consigue aquí la obra redonda que sí ofrecerá años después con la reciente Mosturito, todo un logro literario del que ya hablaremos. Aquí el ritmo va a empujones, hay momentos en que la voz narrativa fluye con atrevimiento y buen ritmo, pero en otros momentos se desinfla, por ejemplo, entreteniéndose en las musarañas de explicar demasiado aquello para lo que los propios personajes se sobran y se bastan.

Y luego está el final, algo descompensado, como si no hubiera calibrado bien los tiempos del relato. Cae en lo anticlimático quizás sin quererlo y cuando podía haber terminado con cierta capacidad de sorpresa, la historia sigue ya sin verdadera gracia. Es posible que con el capítulo final Daniel Ruiz haya querido subrayar esa crítica al cinismo y la inmoralidad reinantes en el mundo empresarial que en este libro retrata. Los personajes acaban siendo meras caricaturas al servicio de esa crítica que funciona bien por momentos pero que a menudo oscila entre lo estridente y el titubeo.

Aparte de la pertinencia del tema tratado y el tono elegido, (que nos recuerda a Frédéric Beigbeder en 13,99), La gran ola es una novela que sirve de preparación para lo que está por venir, y como tal hay que leerla, como el trabajo de pulimento para la voz narrativa que tendrá su perfecto acomodo en la Sevilla de los noventa y en un niño, el Mostu, sencillamente inolvidable.

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