Un hombre bajo el agua, Juan Manuel Gil (reedición Seix Barral)

En 1986 se proyectaba en las salas de cine la película estadounidense Cuenta conmigo, traducción algo libre del título original Stand by me. El director era Rob Reiner, conocido también por dirigir películas como La princesa prometida (1987), Cuando Harry encontró a Sally (1989 y conocida por la célebre escena de Meg Ryan fingiendo un orgasmo ante un atónito Billy Cristal) o Misery (1990 y adaptación de un relato de Stephen King). Cuenta conmigo (también adaptación de un relato de Stephen King, en este caso del relato titulado ‘The body’) presentaba un elenco realmente prometedor y apabullante de jóvenes actores por entonces desconocidos pero que acabarían convirtiéndose, algunos de ellos, en auténticos personajes de culto, como la propia cinta. A saber: el friki Wil Wheaton, el prematuramente desaparecido River Phoenix, el inefable Corey Feldman y uno de esos polivalentes intrascendentes con buena percha llamado Jerry O’Connell. La sinopsis podría enunciarse así: «En un pequeño pueblo de Oregón, cuatro adolescentes se lanzan a la aventura de buscar a un muchacho desaparecido. Jugando a ser héroes, el inteligente Cornie, el rudo y sentimental Chris, el extravagante Teddy y el miedoso Vern se adentran en un ambiente hostil en el que deberán valerse por sí mismos».) Nominada al Óscar y a dos Globos de Oro, Cuenta conmigo se convirtió enseguida en un filme de culto para las generaciones venideras y en una fuente de inspiración para otras películas y series, por ejemplo, Stranger Things

Treinta y tres años después, cifra emblemática, en 2019 una editorial que desde entonces parece detenida en el tiempo, de nombre exótico y sede en el Norte peninsular (hablo de Expediciones Polares), publica Un hombre bajo el agua, de Juan Manuel Gil, con un elenco no menos apabullante y prometedor que el que reunió el tal Rob Reiner. En este caso tenemos al Juanma, que, al igual que ocurre en Cuenta conmigo, narra la historia a modo de flashback; al cabrón de Tusmadres, al capullo de Bruto, que junto a su inmerecida esposa regenta el bar Cáncamo; al Pensacola, un antiguo profesor de instituto sumido en un profundo desengaño, quizá como cualquier profesor con treinta años de tiempo de servicio a sus espaldas; tenemos, por supuesto, a T., a Pascual, a los padres del Juanma, al suegro y su perro, apodado familiarmente Sus Santos Cojones, y también a la amiga argentina del suegro; por último, a Carmela Huergo y, cómo no, su hermano Eduardo Huergo, que viene a ser el hombre bajo el agua, el ojo del huracán o el aleteo de mariposa de esta simple pero enrevesada historia sobre la memoria y la ficción. La sinopsis podría enunciarse como sigue: «En un pequeño barrio almeriense de los noventa un puñado de adolescentes, con la inestimable colaboración del resto del barrio, se lanzan a la aventura de tergiversar y deformar con imaginación y mucha mala baba el relato de cómo, según cuentan, el Juanma se encontró el cuerpo sin vida de un hombre en el fondo de una balsa. Jugando a ser antihéroes, generan un ambiente hostil lleno de habladurías y rumores siempre en torno al Juanma, ya eternamente un niño de catorce años que deberá valerse por sí mismo en este micromundo.

La comparación no es del todo ociosa. En ambos casos tenemos el barrio periférico, de Oregón a Almería. Tenemos el mundo de la adolescencia y tenemos la tragedia. Sobre la mirada infantil como canalizadora del relato, recordamos al Nini en Las ratas, de Miguel Delibes y al reciente Mostu en Mosturito de Daniel Ruiz o a la Cata en La educación física de Rosario Villajos. Pero el Juanma aporta algo más de grandeza desde la perspectiva del antihéroe, aporta algo quijotesco, como si rompiera el molde por una humanización sin tapujos que lo acerca primero a Sancho y luego a don Quijote, mostrándonos abiertamente sus vicios morales pero también su ideal de conseguir una isla Barataria que aquí sería el de conseguir simplemente una verdad. La suya. La posibilidad de esa verdad revelada es quizás la isla Barataria que todos llevamos dentro.

No es ya que un niño de catorce años nos hable desde el interior del hombre que será veinte años después, algo que acerca este libro a la novela de formación con un resabio lazarillesco; no es que se nos presente la voz narrativa desperdigada en un compendio de fragmentos, apuntes y transcripciones desordenadas, obligando al lector a la feliz tarea de organizar el rompecabezas con el que, de paso, se siente partícipe, incluido, parte del hilo de Ariadna que es la literatura; es que, además, el Juanma, pese al narcisismo lógico si pensamos que se ha convertido en escritor y que, como tal, debe dar cuenta detallada de sus periódicas crisis y bloqueos que van desde lo estrictamente literario a lo personal, si es que una cosa y otra no son lo mismo. El empeño del Juanma por reordenar su propio rompecabezas y por contar su propia historia acaba siendo el empeño coral de todos los personajes por contar su verdad o su mentira, por meter su morcilla, por decir algo. Esa obsesión del lenguaje que José María Valverde decía de Shakespeare como rasgo definitorio de su escritura, aquí queda reformulada como una obsesión por contar, es decir, un homenaje ininterrumpido y casi desinteresado a la literatura. Y aquí nos deslizamos por el terreno resbaladizo de la ficción y la realidad, el relato y la memoria, un binomio capital en la escritura de Juan Manuel Gil. Lo importante no es que lo contado sea real o inventado, lo importante es el hecho de contar, como bien sabía Sherezade postergando el final de cada historia para conservar la vida, sabía que sólo mediante el acto de contar podemos sobrevivir y, esto también lo sabe Juan Manuel, que la escritura nos permite alumbrar nuestras zonas oscuras, como si cada página escrita fuera un ensayo voluntarioso del famoso conócete a ti mismo del oráculo de Delfos.

El Juanma niño y el Juanma ya escritor comparten un rasgo de carácter, seguramente incurable: la duda metódica y ontológica. Es un personaje permanentemente atormentado no únicamente por su pasado sino por el relato que se ha hecho de su pasado. Esto le ha producido, como un sarpullido, una obsesión con la idea de verdad y de relato, de su relato. Quizás contándola de nuevo, pensará, pueda hacer que la historia acabe bien. En el fondo, todo esto es una terapéutica, es entender la escritura como psicoterapia y la tan cacareada autoficción como un síntoma cultural del engolado psicologismo que lo ha invadido y lo ha condicionado todo, como si lo único que quisiéramos todos fuera tumbarnos en un diván y autoanalizarnos en una especie de selfie perverso para luego exhibirlo en Instagram. En este sentido Un hombre bajo el agua resultaría especialmente de actualidad en tanto que refleja algo que ya hemos normalizado con el uso sin contemplaciones de las redes sociales y los vicios morales que estas comportan: la presión de grupo, el sesgo de confirmación, la sensación de impunidad que procura el anonimato. El barrio del Juanma funcionó en su pasado, anterior a nuestro mundo ultra tecnológico e hiperburocratizado, funcionó como anticipación de las aberrantes prácticas sociales que con la irrupción de lo virtual hemos normalizado. Quizás haya aquí una especie de canto pastoril en tanto que reivindicación de aquel mundo ya desaparecido, cuando los niños se sentaban en el alféizar de una ventana sin más, cuando aburrirse no suponía un trauma sino una oportunidad creativa o cuando el suelo de los parques no era de caucho, cuando de hecho no había parques sino que «todo era campo». O quizás haya aquí una advertencia implícita: que el futuro, como el pasado, es un lugar donde todos viviremos a la defensiva, en estado de alerta permanente.

Y aquí aparece la figura de Eduardo Huergo, cuya misteriosa muerte funciona como dedo acusador. A la manera del rebelde en Un mundo feliz de Aldous Huxley o como Montag en Farenheit 451 de Ray Bradbury, Eduardo Huergo, Eduardito, simboliza algo así como la incorruptible belleza del mundo, la poesía de lo incomunicable, lo más puro y honesto de lo que somos capaces y cuyo destino, paradójicamente, está en el fondo una balsa con agua estancada. Un mártir, un redentor, un incomprendido, que pone en la palestra, además, el tema de la salud mental, siempre de rabiosa actualidad en una sociedad que ha sustituido la filosofía por la psicología y el trato directo por el trato mediado de las pantallas.

Acabo de releer Un hombre bajo el agua y me acuerdo, como si me faltaran ya, de la historia del Pensacola o de Carmen (o del propio Sus santos cojones), y no tengo la menor duda de que cada uno de estos actores de reparto daría para un libro. Creo que el mensaje que contiene este libro, que quizá sin proponérselo acaba siendo coral, es que un único relato no puede estar completo, un único relato es por definición incompleto, y que tan sólo la suma de relatos puede ofrecernos algo parecido a una verdad. Es decir, que la verdad, sea lo que sea, nos necesita a todos y necesita a cada una de nuestras miradas, por desviadas que puedan estar. Y esto me gusta porque me recuerda de algún modo al panteísmo de Spinoza, como si el relato en realidad fuéramos todos nosotros a la vez, como si no fuera posible un relato sin cada uno de nosotros, al menos no uno lo suficientemente cabal. Y pienso que todo esto me lo ha contado de alguna forma este libro con su apariencia de juego literario, con su universo de solapamientos y espejos, en la línea de Vila-Matas o de Borges, dos grandes maestros, un libro magistral en la composición, de una depurada técnica narrativa y una voz personalísima; un libro que, como ya han escrito por ahí, es una declaración de amor a la literatura, y del que podemos elogiar su carácter inconcluso, pues no parece preocupado por ofrecer respuestas sino plantear los interrogantes adecuados y del mejor modo posible, con el humor, el ingenio y la pasión, ya sea por los minerales de la mano del Pensacola o por la escritura de la mano de nuestros bloqueos; incluso la pasión, cómo no, por la propia vida de la mano del leer y del vivir, dos verbos si no sinónimos, sí complementarios. Y esta lección también se la debemos a Juan Manuel Gil.

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