Mox Nox, Joan Cornellà
Se abre el libro con una única viñeta a toda página donde vemos un autobús de color rosa en llamas. El rosa es en realidad esa viscosidad indefinida, marca de la casa Cornellà, que protagoniza muchas de estas historietas. Del techo del autobús salen, con los pies hacia arriba y perfectamente alineados en vertical, cinco cuerpos de los que sólo la cabeza permanece dentro del vehículo. El escenario se completa con el verde de la hierba y varios edificios con ventanas. Por una de ellas asoma, lejana, una figura humana que sostiene un cartel con puntuación a la manera de juez de gimnasia rítmica. El cartel lleva inscrito el número 2. Resumiendo, tenemos un vehículo ardiendo, quizás como consecuencia de un accidente de tráfico, víctimas en posición inverosímil y un testigo que celebra el suceso con una baja puntuación: 2 sobre 10.
Si pusiéramos a hablar esta viñeta, nos diría algo así como que los accidentes de tráfico son una de esas desgracias o catástrofes que, por su cotidianidad y tratamiento mediático, han pasado a ser otro de nuestros espectáculos; y que, como tal, bien merece nuestra valoración, cínica y artística. El desapego de bromear muy seriamente de las cosas, algo así como una mirada sobre el juego dentro del juego.
Las historias gráficas (y mudas) de Cornellà desafían los límites de lo que estamos dispuestos a admitir. La estrategia es sencilla: se confrontan dos ideas que, si bien por separado no merecerían mayor interés, en conjunto funcionan de un modo perverso. El mundo sin sentido y desproporcionado que se nos presenta, en esencia, no difiere mucho del mundo que vemos diariamente en los informativos. Cornellà va un poco más lejos, pero la dirección es la misma. Por eso, si nos escandalizamos o quedamos fascinados con sus dibujos, haríamos bien en preguntarnos por qué me siento así y cómo debería sentirme ante esto.
La siguiente mini-historieta va también de accidentes, elemento recurrente en la poética visual de Cornellà. En primer plano, un hombre obeso parece salir directamente de la tierra, su cuerpo no existe más allá de una barriga que se repliega interminablemente antes de perderse en la hierba. Está comiendo un bocadillo. Al fondo, un coche explota en llamas. De él sale arrastrándose un hombre herido que consigue acercarse. Cuando está lo suficientemente cerca, el hombre obeso abre su bocadillo para que el hombre herido (y mutilado: no se le ven las piernas) lo aderece con la sangre que le chorrea del muñón de su mano amputada. Como si fuera ketchup. El hombre obeso sigue comiendo ante la mirada triste del hombre herido. En la última viñeta, el hombre obeso le ofrece al hombre herido la mitad de su bocadillo, que parece aceptar con una amplia sonrisa.
Obesidad, accidentes de tráfico, mutilación, sangre, son elementos que aparecen aquí funcionando junto a un extraño concepto de solidaridad. La transgresión no es ya toda esa carga de violencia visual con una técnica deliberadamente infantilizada, ni siquiera las reacciones imposibles de los personajes, entre el esperpento y el gore; la farsa más salvaje está en esa sonrisa del hombre herido al recibir la mitad de un bocadillo que contiene su sangre.
Inmunizados contra catástrofes, contra abusos, contra todo tipo de corrupciones. Insensibilizados a fuerza de tele-(i)rrealidad ante cualquier fenómeno que ocurre a la vuelta de la esquina pero que recibimos a través de una pantalla narcotizante. Esa y no otra es la mayor transgresión. Joan Cornellà nos desvía la atención y nos la centra a la vez. Mira este dibujo, medio infantil, medio gore. Mira la ruindad moral de los personajes. Mira todo lo que ocurre, lo poco que le importa a ellos, ni mutilándolos reaccionan. Mira todo eso y ahora mira tu mundo y mírate a ti.
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