Diario de un viejo loco, Tanizaki

Mientras se muere, el viejo se nos enamora. O su cabeza ha enloquecido y enamorarse es la válvula de escape. Quizás la experiencia del amor se debe a esa lógica irracional, a ese  lúcido brote demente, tan encontradizo, tan zen, en la ancianidad que es ya una muerte esponjosa, supurante y sorda. 

Tokusuke Utsugi, el viejo, patriarca y buen burgués, con reformas, viajes a Kioto para elegir emplazamiento y lápida, esposa de adorno y una ya casi póstuma curiosidad carnal, ha implosionado, se ha roto hacia dentro. Con sus vértebras resbaladizas, sus arterias quejumbrosas y su brazo destartalado y más fuera ya que dentro, dedica los últimos días a la lenta caligrafía de su diario y a paladear las migajas que recoge de Satsuko, nuera poco convencional, antigua cabaretera, flâneuse de finos pies, autoridad a la sombra de ese patriarcado formal que rinde los últimos honores al viejo loco enamorado.

Satsuko se demora en este thriller erótico, saboreando la miel que recoge en atenciones, favores y regalos, y torturando de paso a este hombrecillo casi octogenario obsesionado por conseguir un «beso de verdad» de la boca de su nuera. La ducha es el escenario de este petting generacional entre suegro y nuera, todo en familia, mientras suegra e hijo consuman su progresiva transformación en meros abalorios en la vida del viejo Utsugi, quien niega dinero a su hija para regalarle joyas a Satsuko.

Este diario íntimo nos revela la psique convertida en objeto de observación y de experimentación. El propio Utsugi va registrando las reacciones psicológicas y físicas ante los estímulos que le rodean. La vejez, la ancianidad, el amor, un cuerpo achacoso, en descomposición, colonizado por un deseo intenso, lancinante, por punzadas de instinto mutilado (Utsugi confiesa en varios momentos su impotencia) y una flamante inclinación al mal. En los accesos de dolor más intensos, el viejo está ideando las argucias para que Satsuko lo premie/consuele con ese ansiado beso de verdad.

La cercanía de la muerte y la cercanía de la belleza son un combo que amplifica el sonido del cuerpo roto de Utsugi, que quiere cegarse con un tapón rosado, la piel tersa de Satsuko, que necesita correr el riesgo de que esa vena se infle como un globo de infancia y salga volando por el cielo. A la vejez, viruelas. El placer vicario, un placer más mental que físico, placer que es más intenso cuanto más inmoral, en un mundo que está a punto de echar el telón, qué mejor que pulirse las rentas y comprar un lengüetazo a la pantorrilla, al tobillo, a esos tres dedos del pie de Satsuko atorándole la boca. Los dedos de Satsuko, nuera, en la boca de Utsugi, suegro. Mercadeo de pequeñas concesiones corporales para alargar una vida dolorida o extinguirla felizmente.

Vejez y sexo, erotismo transgresor, sexualidad mutilada. Castración que deja aberturas, respiraderos hondos por donde sopla un aire de obsesión. Enseguida surge el dilema: ¿hasta qué punto la vida es digna? Del sufrimiento físico a la incapacitación casi total pasando por la prohibición médica de escribir en el diario, ¿qué queda de uno? El único asidero es ese deseo sexual anormal, con tintes compulsivos y repulsivos, vivificante y autodestructivo, a más dolor más gozo. Y ese perspectivismo final que invita al lector a la sospecha de que el viejo Utsugi está asistiendo a una orquestación, maquillada de estupor familiar, que trata tal vez de contentar al enfermo para alargarle la vida

Cuestionar los límites entre la locura y la lucidez es una de las interrogantes que nos plantea Tanizaki. Otra, cómo congeniar la oscuridad de las pulsiones con la claridad de las estructuras sociales y familiares. Dónde ubicar la depravación cuando tiene un diagnóstico, incluso una prescripción médica. No será la vida, nos pregunta Utsugi, una escenificación de esta locura en la que el dramaturgo, un nietzscheano diletante, invirtió los valores y ahora no sabemos qué sabemos de verdad. Aquí el filósofo alemán en La gaya ciencia: «¿No caemos sin cesar? ¿No caemos hacia adelante, hacia atrás, en todas direcciones? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿Flotamos en una nada infinita? ¿Nos persigue el vacío [...]? ¿No hace más frío? ¿No veis de continuo acercarse la noche, cada vez más cerrada?» Lo que sabemos es lo que queda, y lo que nos queda es el recuerdo literario, incluso cinematográfico, de nuestro sádico querible, que cava belleza donde otros apartan mugre.

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