Con Enrique Andrés Ruiz y Rafael Juárez, en memoria

El Café Fútbol tiene algo de mítico, practica esa ósmosis del tiempo, como una aguja que atraviesa el tejido entre dos siglos, los mismos que uno ha transitado, mejor o peor. En una de las mesas de fuera, entre una populosa clientela, tan variopinta como los camareros, que se vocean comandas y que han perdido el gusto de la educación y el refinamiento, que quizás nunca tuvieron, en una mesa está el poeta Enrique Andrés Ruiz, con ese nombre que es un díptico desplegado ensombreciendo al apellido, confusión la suya de apellido y nombre, o mía. Está envuelto en una camisa blanca inmaculada, pelo cano y una sonrisa de hoja perenne. Nos presentan, me estrecha con su amplia mano y enseguida veo sobre la mesa un ejemplar de El perro de las huertas dedicado al otro poeta allí presente, mi amigo el poeta, que casi me presenta como ‘el sonetista’. Enrique Andrés dice que sólo ha escrito tres sonetos en su vida. A uno de los dos que aparecen en El perro de las huertas le bailó un verso, el primero, durante diez años. A diez años por soneto, bromea, no me ha dado tiempo a más. Le digo que le encuentro un punto a Rafael Juárez y hablamos de él, no tanto del poeta como de la persona, con la noticia trágica de su enfermedad que nos lleva a hablar de Lara Cantizani, poeta lucentino del haiku y responsable de esa colección de ‘Las cuatro estaciones’, tan cuidada y con tan buenos nombres, y un poco, no sé, extraña en su formato y su colorismo.

Pero la noticia trágica ha sido hoy. Ayer no era más que un chispear enfermedades, una brisa fría cruzando su nombre en nuestras bocas, esa conversación en la penumbra que mi amigo el poeta me regaló, esos versos finales que destacó con su enigmática forma de leerse al envés. La pequeña gran poesía de este hombre silencioso que ha sido Rafael Juárez me ha acompañado siempre, desde aquel ejemplar de Las cosas naturales, en La Veleta, verso prestado a Unamuno, hasta su Una conversación en la penumbra, en Renacimiento, pasando por Pre-textos y aquella colección talismán de Maillot Amarillo. Qué gran pérdida. Aún recuerdo el paso lento, demorado, paso mudo de Rafael Juárez subiendo los callejones hasta la Fundación Agua Granada, su boina, la breve pincelada de su bigotito, y esa cuerda y tijera con que me adecentó unos versos juveniles desde el servicio de publicaciones de la Diputación.

Enrique Andrés, casi premonitorio, anticipadamente elegíaco, lamentó no haber hecho la llamada que le debía a Rafael porque sabía que casi era mejor no hacerla. Nuestra conversación entre las mesas del Café Fútbol ya es historia. Ahora sólo resuenan los versos como latidos pausados de la tierra, que acaba de acoger un trozo de mi historia literaria y vital, una tierra que envuelve un misterio con otro. «Mirar, por mirar, el río» ha sido una lección aprendida con morosidad, un tótem que me esperaba como vaca sagrada, con ese tacto del papel viejo que con los años despide una carnalidad, libros cargados del tiempo ya vivido, libros esponja que nos acicalan la mirada como un corazón, de tan viejo, siempre nuevo.

Después de invitarnos, Enrique Andrés se fue hacia la parada de taxis y nos quedamos mi amigo el poeta y yo entreverando esa mezcla de vida y no vida que, según Roberto Juarroz, es la vida. Mi amigo se llevó dos libros dedicados de Enrique Andrés. Hoy yo hago acopio de los libros que tengo de Rafael Juárez, algunos por duplicado, y acompaño a ese perro de los huertos con la punzada tranquila que sentiría hoy en nosotros, con nosotros, por nosotros, más solos si cabe, en la trastienda del mundo, olisqueando los rincones y las alcantarillas de esas calles empinadas en un atardecer con boina, hacia el aljibe, hacia el azul de los cielos. 



Antes de escribir cantaba:
escribiré mi canción
en el cuaderno del agua.

En el cuaderno del agua
escribiré mi canción
para poder olvidarla.

(Las cosas naturales, La Veleta, 1990.)

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