La conjura de los necios, John Kennedy Tool

La naturaleza hace a veces un tonto; pero un fanfarrón siempre es obra de un hombre

Addison 


Obra del hombre, Ignatius J. Reilly es casi un grimoso y singular adefesio, un hombre elefante o espantapájaros de la moralidad pacata con que establecemos ese mapa de lo aceptable que llamamos juicio. En torno a su disparatada y desproporcionada figura, el malogrado John Kennedy Toole pone a funcionar ese binomio centro-periferia, lucidez-demencia, tándem inseparable con que se alumbran las zonas sombrías de la existencia. La carcajada, densa y sardónica, acude siempre al rescate del exceso de realidad. 


Ignatius es un outsider sin remedio; su gran labor no es otra que la noble estilización del fracaso. En un giro nietzscheano, hace tambalear todo el sistema de valores de su tiempo, y el nuestro, desenfundado un frenesí carnavalesco trenzado con cierta dosis de paranoia y psicosis, tan siglo-veintiuno, tan mal su siécle. El suyo es un canto de sirena desafinado cuyo centro de gravedad rebasa el humor, y esta es precisamente la carta de naturaleza que precisa el gran humor, ser siempre algo más. 


La filosofía de la vacuidad, la inutilidad del esfuerzo, la corrupción de todo idealismo, la denuncia de la sociedad como incansable instancia vigilante. Una época llevada a juicio inmisericorde que quizás pida revisión a la luz de las nuevas formas de decadencia que nos han colonizado. Cepos susurrantes colocados en el interior del sistema, incluso dentro de la misma literatura, más inútil y por ello más necesaria que nunca. 


Simón, de Miqui Otero, enloquece de literatura. Como Ignatius Reilly o como Alonso Quijano o incluso a la manera profética de Max Estrella y su lúcida desazón. Es todo un universal, la marmita de la literatura. La hipertrofia por la ficción, que acaba distorsionando a su complementario: la dudosa, la confusa y la sospechosa Verdad. Esta, pues, no sería el anverso de la ficción, ni su envoltorio, sino una capa más, a veces indiscernible, pura maraña, como en la moderna autoficción, como las ultimísimas fake news, o como verdad revelada, evangélica, la suprema autoficción. 


Medievalista, antiilustrado, exasperante, un caso de manual de TLP, Ignatius es todo un adelantado a un tiempo que quizás nunca llegue o que, de tan cerca, no consigamos diferenciarlo; un emisario inverosímil de un mundo hipotético que, en rigor, no puede darse: su imposibilidad es la razón de ser del propio outsider. Un tiempo, como el nuestro, en aparente  descomposición, con el mismo estilete y mártir (Ignatius y su crónico boicot a la vida), y por supuesto vertebrada con referentes genuinos incapaces de decepcionar: Boecio, Rosvita y Batman. Un genio necesariamente incomprendido que espera, como Pavlov, a esa instancia superior que lo salve y lo condene con un vítor de cotidiana y maternal disforia: “Vete a sentarte a tu habitación y a escribir más patochadas de las tuyas”. Un brindis por Ignatius.

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