Trigo limpio, Juan Manuel Gil


Juan Manuel Gil, escritor obsesivo y, a su modo, circular, hace teoría de la novela a la vez que escribe una novela. Un híbrido transgenérico plausible en tanto enciende en el lector (y estoy seguro de que en sí mismo) la mecha para generar su propia teoría de la novela al tiempo que la lee, lo que viene a ser lo mismo que teorizar la vida mientras se vive. Esta agilidad constituye todo un alarde de ingeniería narrativa en lo que Juan Manuel Gil va teniendo, cada vez más, de vilamatiano.

Tiene además la gracia de René Lavand, aquel ilusionista argentino que explicaba con asombrosa locuacidad el truco mientras lo hacía. “No se puede hacer más lento”, exclamaba parsimonioso al término del truco ante el estupor de un auditorio embelesado con la lírica de aquel hombre de aspecto señorial. De ese modo, Lavand, al que un accidente de tráfico le dejó sin una mano durante la adolescencia, encontraba vía libre para engañar a los ojos. El miembro amputado en Juan Manuel Gil, con perdón, es si acaso parte del truco: se finge perdido, desorientado, crispado, para jugárnosla con su única mano maestra: la última, donde resuelve con gran oficio el importante embrollo que ha ido planteando previamente.

Y luego está la infancia y la memoria que de ella tenemos, dos pseudo-ficciones que en JMG son una brújula y el mismo mapa para orientarse, o para orientarnos en la, llamémosle, torpe geografía emocional. La infancia, antes que paraíso perdido y encontrado, es un prisma que rescata, amplifica y resitúa los hechos: tanto da que sucedieran o no, porque al contarlos bien ya están sucediendo en nosotros y eso es más de lo que cabría esperar de una mera existencia histórica. La literatura, pues, adquiere así un poder fundacional inextinguible: estira el chicle de la vida cuantas veces sean necesarias hasta hacerla, ficción mediante, más vida, esto es, más adentro de una ancestral memoria colectiva que hilvana la tradición literaria, siempre presente, con la memoria, familiar, social y también íntima, de lo que hemos sido o pudimos haber sido. En esto, el juego especular es pura sutileza, pero es solo el principio.

Tiene uno a veces la sospecha de estar ante un libro de escritor para escritores, algo que por supuesto desmiente la cálida acogida de público y crítica. En todo caso, un libro sobre el oficio de escribir, o mejor: sobre la incapacidad de vivir sin hacer de ello un proceso de escritura. De ahí todo el asunto de la autoficción, debidamente instrumentalizado pues a estas alturas parece ya JMG empecinado en hacerse protagonista de sus propias novelas y disfrutar sádicamente de la confusión deliberada. Hay aquí un punto unamuniano, por lo obsesivo y lo laberíntico y también por ese personaje autoconsciente dentro de la propia novela, que juega a ser casi documento sociológico como el personaje juega a ser autor por encima del mismo autor, tomando las riendas de la historia ante el pasmo y la aquiescencia del propio JMG. Lo obsesivo, eso sí, tiene su riesgo: que a fuerza de teorizar sobre la propia novela esta pierda frescura.

Hasta ese final climático que justifica el libro (en la propia ficción y fuera de ella), atraviesa la lectura sus buenas zozobras de la mano del propio narrador. Por momentos se pregunta uno, con él, si no se estará atribuyendo un interés que no consigue tener, si no estará repitiendo la misma fórmula de Un hombre bajo el agua, si la trama detectivesca no estará sobrando, como un artificio innecesario o por ganas de complicarlo todo con una filigrana preciosista. En estos momentos de desfallecimiento, la variedad por encima de la unidad diría el propio JMG, se percibe un cansancio de tramoya, de embrollo, de normativa, y se echa en falta aquella ingenuidad de Un hombre bajo el agua que se recupera satisfactoriamente en la tercera parte de este, como un salvavidas que cose todas las capas desplegadas en un golpe de efecto meritorio.

Trigo limpio es, en todo caso, un libro sobre la idea de escribir un libro, sobre el proceso y sobre uno mismo escribiendo un libro. Un libro que quiere dejarnos un claro mensaje: que la ficción es un modo de llegar a la verdad. Por aquí debe de andar esa unidad que organiza la historia y la ensambla. Además Trigo limpio es, entre muchas otras cosas, un libro sobre la memoria, la real y la inventada, esa que acaba siendo una creencia más, y sobre la necesidad que tenemos de construir relatos que nos mantengan a salvo. La propia realidad sería un sinfín de capas superpuestas, más o menos coincidentes, de ahí quizás la estructura a trompicones del libro, y es tarea del escritor poner algo de orden, para algo es la novela de su vida, y recordar de paso que lo que llamamos verdad es, las más de las veces, otra creencia engordada de medias verdades y olvidos selectivos en esta monumental obra de pequeñas ficciones que vivimos. Trigo limpio es, por último, un homenaje y una celebración de la literatura en un sentido amplio, en su utilidad práctica no solo para comprender(nos) sino para construirnos individualmente y en sociedad.

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