Simón, Miqui Otero


Simón viene a hablarnos, entre otras cosas, de la existencia como juego, no tanto en cuanto mera actividad lúdica, o no sólo, sino también en tanto arte de la representación. La novelización del mundo, sus atributos y sus peligros, este podría ser un subtítulo plausible para una novela más de panorámica que de detalle y que es también, o principalmente, una oda a los libros y a la lectura. La quijotización afecta aquí a nuestros protagonistas, Simón y Rico, aquel el doppelgänger que acaba subido a la chepa de este, Rico y Simón, dos exiliados interiores con vidas paralelas, ambas envueltas en un extraño magnetismo que se parece mucho al malditismo. Este espíritu desmitificador resulta de cierta utilidad pues, en cuanto artefacto de representación, tiene este libro la virtud de revelar el decorado: un mercadeo de medias verdades y gloriosas ficciones que engrandecen tanto como lastiman la integridad ética de unos personajes difuminados, casi en descomposición, con tendencia a la hipertrofia. Todo por esa manía de agotarse y de hacer del desenmascaramiento una lección de vida. Sencillamente no podían hacer otra cosa que fracasar.

El fracaso es perder la esencia. Eso parece decirnos Miqui Otero con su por momentos engolada y grandilocuente sencillez mientras decora la ficción con circunstancias fácilmente reconocibles. Temas universales aplicados a un momento, un lugar y unos personajes muy concretos: de las Olimpíadas al así llamado conflicto catalán pasando por la crisis de 2008 o los atentados terroristas. Todo en Barcelona. El fracaso, sin embargo, nos habla en un idioma que conocemos a la perfección: siempre acabamos pidiéndonos cuentas o justificándonos en esa niñez del mundo que todos guardamos a buen recaudo, por si acaso.

El tema del fracaso va de la mano con el de la identidad. «A fuerza de querer ser otro, se olvida de quien es». Así define Estela a Simón cuando este ya ha completado la circunferencia y ha vuelto al principio, pero con un fracaso a cuestas que es también un éxito: se ha comprendido, ha entendido su lugar, se ha reconciliado consigo mismo a través del otro. Un Siddharta sui generis, un Odiseo sin épica, Miqui Otero confía en la ficción como Olvido García Valdés nos pide que confiemos en la gracia. Porque el acto de confiar, de confiarse, es ya el hilo de sentido que necesitamos. Y la capa de maquillaje es la capa de los mosqueteros o la nostalgia que se adhiere al paladar, por ósmosis, desde otra boca, otra lengua y otra ficción. Así el viaje entre nosotros y el mundo es más llevadero. Más novelable.

Hay en este libro, por último, una crítica al sistema, así en abstracto, al capitalismo, así a bulto, como ocurre en Feria o como hace Delibes escopeta en mano, incluso podría integrarse en esa veta neo-rural que inauguró Ortega ya a principios de siglo XX con su España invertebrada. Un libro, pues, generacional, epocal, social, con un determinismo incómodo que sugiere el influjo de esas dos Españas actualizadas, el cainismo en vena que se nos agolpa en el corazón, la engañosa prosperidad y el batacazo de siempre. Cabría preguntarse, pues, si Simón se podría enmarcar en la ya célebre tendencia neo-rural de nuestra literatura más reciente; esa oleada de novelas empeñadas en teñir de verde lo melancólico, en reivindicar lo antiguo por natural, los orígenes por auténticos, posicionándose políticamente de paso, como Ana Iris Simón, o en un terreno más literario como aquí. Delineando en cualquier caso una lección moral levantada sobre el sustrato común de esa nostalgia de volver a ser lo que quizás nunca fuimos realmente más allá de esa ficción monumental a la que llamamos vida.


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