La flor del rayo, Juan Manuel Gil

¿Sabéis eso de repetir mil veces una mentira hasta creérsela? Pues eso tenemos aquí con el asunto de la autoficción. Con lo fácil que sería llamar a estos libros memorias o autobiografías. Claro, si lo fueran. Además, uno se quedaría expuesto, maniatado, confinado en los angostos límites de la verdad. Para eso está la autoficción, que es como decir que tengo carta blanca, un comodín o un salvoconducto para contar lo que me dé la gana y liquidar elegantemente la pregunta sobre qué parte es verdad y qué parte es inventada. Juan Manuel Gil, que avispado es un rato, echa mano en las citas del maestro en estas latitudes. Enrique Vila-Matas, un genial mentiroso compulsivo y experto en el arte del embrujamiento colectivo a través de las palabras, que se sitúan más allá de la ficción y de la realidad. Son palabras elusivas, juguetonas, divertidas y muy inteligentes.

Juan Manuel Gil camina esta cuerda floja con admirable sencillez y, aun más, con un sentido del jolgorio que resulta contagioso. Su personaje pareciera ser directamente él mismo, todos los datos coinciden, pero no nos llevemos a engaño. Si preguntamos, nos dirá que todo es ficción. Y a otra cosa. 
 
Juan Manuel Gil juega al despiste y en este juego basa buena parte de su escritura. La trama —cada vez más delgada y con mayor apariencia de improvisación— es lo de menos. Lo importante es lo que sucede alrededor y a propósito de ella. Los matices, los guiños, el controlado torrente de lenguaje que un hecho, real o no, desencadena. Una obsesión del lenguaje como la que aquejaba al ilustre Shakespeare, otro doliente de las letras que entretejió vida y obra de manera imperiosa, como un destino. Todo para volver a afirmarse en la escritura, para declarar una vez más que esa es su casa, la de Juan Manuel y la nuestra, para construir ese refugio o ese simbólico edén al que llamar ficción pero que bien podría llamarse nido, hogar, placenta, vida. Que Juan Manuel chapotee a sus anchas en la fiesta de la escritura es el propósito. Un noble objetivo que no es nuevo. Venimos observándolo unos cuantos libros atrás. De hecho, quien lo conoce de antes, de cuando todavía no salía en periódicos, radios y televisiones, lo sabe. Quien leyó su inspiradísimo Mi padre y yo. Un western ya conocía esta prodigiosa capacidad de fabricarse un microcosmos de ingenios y afectos, de alucinaciones y confesiones, donde ser más él. Y, por tanto, más feliz.

Se toma Juan Manuel Gil tan en serio su minucia literaria que va contando las cosas con andamio y señales. Por qué elige tal tema, por qué empieza tal libro, a qué se debe tal fijación o tal estado de ánimo. La justificación es también herramienta de escritura para un escritor voraz, omnívoro, que parece escribir, por deferencia al lector, en el mismo momento que tenemos el libro entre las manos, bajo el espejismo de una obra en marcha, de estar escribiéndose mientras la leemos. Un escritor atento, amable y servicial. Quizás le pase algún día como a Aurora Venturini, que, en su ejemplar complicidad con el amigo lector, se excusa en mitad de la narración para ir a buscar una palabra en el diccionario y poder continuar la historia.

Juan Manuel Gil necesita apoyos. Si en Mi padre y yo era la figura paterna (y la materna), ahora es T., su mujer, la pared contra la que rebota su instinto del lenguaje, bestial, acendrado y de muy buenos modales. Estos ejercicios de escritura tienen un fondo de psicoterapia: su alter ego se nos muestra como un hombre neurótico a conciencia y casi con gusto, un enfermo de literatura, algo torpe y embebido siempre en su naufragio de escritor. Con sus notas a cuestas, buscando en todo momento algo donde descansar su natural obsesión de ver, oír y contar. El mundo no es más que una excusa para narrar. La misma literatura es un pasatiempo del yo hipertrofiado mirándose en espejos deformantes.Tras un madrugón involuntario y un rato de lectura en la cama, con lamparilla y manta, pienso en Juan Manuel, el personaje de La flor del rayo, y me acuerdo de Marco, el atormentado niño italiano que partía en busca de su madre, él solo, hacia otro continente. Su entusiasmo, su instinto de aventura y, sobre todo, su búsqueda, me resultan familiares.
 
Juan Manuel, cualquiera de los muchos Juan Manuel que ya conocemos, tiene algo de invocación a la niñez, y también de orfandad, de viaje e investigación, de rumia interior. Una visión del mundo basada en la añoranza y la ilusión. La verdad aquí, y su disfraz de ficción o viceversa, son meros útiles de labranza al servicio de una causa mayor de la que podría hablarnos mucho mejor un niño, o su perro. Una razón con la que nosotros, mirones, nos deleitamos si conseguimos verla al desnudo, en el asombro del bendito ignorar, ese hechizo colectivo que el escritor inicia desde su propio ignorarse, hacia la interrogación mayúscula de una existencia que, queriéndose cisne, se conforma y se disfruta siendo simple reflejo en un charco. Un charco de dimensiones oceánicas, lleno de incertidumbres y esperanza, como el viaje de Marco, pues todos reescribimos el mundo con el lápiz de nuestras íntimas obsesiones en el papel imaginario que Juan Manuel Gil, un entusiasta de las cosas pequeñas, tiene el gusto de hacer menos imaginario en cada libro.
 
En estas latitudes nos encontramos de vez en cuando, querido Juan Manuel, tú y yo, ellos y nosotros, los huérfanos de mundo, atrapados en un relato que no sabemos bien si inventamos o si nos inventa, incómodos en el traje de unos personajes que transitan su rumiar en busca de un solo instante de libertad. O, al menos, de compañía.
 

 

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