Todo lo que aprendimos de las películas, María José Navia

Jugar a los puzzles. Al escondite. Al ‘ahora lo ves, ahora no’. Jugar. Ir componiendo lo que falta con lo poco que se nos da. Ese entretenimiento.

Y la mirada. Primero borrosa, después son formas que van definiéndose hasta entender que nos posiciona, la mirada elegida nos enseña la ternura o el desamparo. El punto de vista nos vuelve afectivos. Seres curiosos y emotivos jugando a armar un puzle a ciegas.

Esta es la primera impresión al leer los relatos de Todo lo que aprendimos de las películas, el libro de la chilena María José Navia publicado en Páginas de espuma. La segunda impresión son en realidad dos:

Que la lectura puede ser una segunda escritura.

Que la escritura también puede ser una orfebrería de nada. Un canto en el vacío. Porque en nuestro fondo hay un amargor conocido que necesitamos esconder. Por eso queremos un ilusionismo que nos salve del mundo tal cual es.

Vayamos a los relatos.

En el primero, Mal de ojo, el telón de fondo es la enfermedad y, destacada en primer plano, aparece la vida diaria, la cotidianidad con sus traiciones y anhelos que la enfermedad matiza, exacerba y subraya. La enfermedad en este caso es la diabetes, que termina afectando al ojo de la protagonista.

Daniela, 37 años, profesora, enferma de diabetes que deriva en una severa retinopatía, y que, por encima de todo, representa al individuo escindido. A través de su historia asistimos a la fractura entre el yo y el mundo, el yo entero es una fractura en un mundo ante el que hay que guardar la compostura: Daniela hace de su marginalidad interior una imagen decorosa ante los demás. Su torpeza social es un pequeño reconocimiento colectivo. El muro que separa a Daniela del mundo se antoja insalvable y en esa zanja de incomprensión nos vemos reconocidos.

Lectura y escritura coinciden y es entonces cuando nos sentimos involucrados, atendidos, partícipes y hasta responsables de cuanto sucede.

Porque detrás de la enfermedad hay un fondo de soledad, de baja autoestima, de exilio interior. Estas son las piezas clave que encajan en cualquier puzle, en cualquiera de nosotros y nuestros huecos intercambiables, como enchufes o cables universales.

En Mal de ojo tenemos acceso a la intimidad de un ser humano, un pase VIP a zonas poco frecuentadas si no es con el velo de una sombra: la culpa, el miedo, la inferioridad.

A medida que avanza el relato vamos conociendo progresivamente la soledad de Daniela, su timidez, su torpeza, su crisis. Para entonces ya nos da igual que sea ficticio todo, porque nosotros somos reales, o eso creemos, y nuestra empatía y nuestra compasión han vuelto real a Daniela y ese corte transversal que se nos muestra de su vida. Su vida repentinamente nuestra, su voz fragmentada y la delicadeza de su mirada condolida, hermosa por el sufrimiento, abrazable precisamente por las espinas.

El segundo relato es Dependencias y en él encontramos una paradoja: los ritmos vitales van en disonancia con nuestras expectativas y nuestros deseos, que tienen su propio ritmo y su propia cojera. Esa forma de arrastrarse y de estar triste tan particular de cada uno, única si le aplicamos una lente de aumento pero que en un plano general difumina sus formas y nos parece ordinaria, anodina, intrascendente, una más.

María José Navia tiene la virtud de individualizar lo que percibimos homogéneo, dar lustre a las aristas más remotas del alma, esas que a fuerza de manosearlas ya han perdido el relieve.

Este segundo relato nos habla de la maternidad frustrada, de la casa como espacio vivo propiciatorio, de la identidad nuevamente cuestionada, refutada, por esa inadecuación habitual entre lo que pedimos y lo que nos es dado.

Y como denominador común, las ganas de huir pero quedarse. Porque, y este es el aprendizaje, no se puede huir de uno mismo. No se puede escapar de lo que somos.

El tercer relato se llama Sacar la lengua y aquí destaca la agilidad narrativa de una Navia que se aproxima a Junot Díaz en la manera como crea atmósferas a través de un lenguaje coloquial, solo en apariencia sencillo.

La voz narrativa de la niña es más vívida, más permisible, más atronadora y libre. Como en la inolvidable Panza de burro, como en el Junot Díaz y su premiada La maravillosa vida breve de Oscar Wao. La primera persona queda bestial, corrosiva pero ingenua, afilada y tierna al mismo tiempo, el repaso autobiográfico ficcionalizado, el torrente de pequeños detalles, el recuerdo de una adolescencia que se nos forma en los ojos y en la lengua con precisión asombrosa y con estimulante capacidad plástica, imágenes rotundas que hacen de la taquicardia un nuevo enamoramiento: amar el desastre porque somos el desastre.

Sacar la lengua nos adentra en una inocencia trasquilada, en las primeras experiencias con la oscuridad del mundo adulto, los descubrimientos y revelaciones que conforman ese rito de paso, brutal e inconsciente, que nos marca para siempre con un hierro candente que, por asombroso que parezca, algún día echaremos de menos.

Vemos aquí una cualidad muy valiosa en María José Navia: la libertad de sus personajes y de la trama, ambos elementos parecen ajenos e independientes, libres de una autora que, acertadamente, no se impone resolver nada ni montar una teoría a través de la historia. La voz narrativa no tiraniza los relatos. Al contrario, los respeta y estos, agradecidos, crecen a sus anchas.

En el relato Fan tenemos los lazos familiares atravesados por una vida dedicada a la literatura. O al revés. La difícil relación madre-hija cuando la madre ha sido una escritora a tiempo completo. Se nos presenta aquí la figura de la escritora desde lo familiar, con más sombras que luces, un tema que reaparecerá en distintos relatos de este libro como un elemento vertebrador.

En Bond, el quinto relato, tenemos el mundo como un lugar asimétrico, lleno de cosas que no encajan, objetos y personas indiferentes ante las que solo cabe intercambiar mientras esperamos que pase el tiempo. Eso y un acercamiento a la intimidad en medio de la tragedia. La atención se vuelve hacia el gesto resignado, hacia el desamparo y hacia la soledad. La acción se convierte en estado de ánimo reconocible, algo que, por sí solo, ya basta.

Y un elemento vertebrador de los relatos, de nuevo la importancia de la casa y de las películas, coordenadas emocionales por donde discurren las historias de este libro.

En Guardar el aire se nos cuenta la tragedia de una muerte por ahogamiento en una piscina desde un punto de vista interno, el de la niña que lo presenció. Una historia que volverá a aparecer más tarde.

La escritora chilena se muestra aquí muy solvente en la construcción de estampas familiares con sus entresijos, todo aquello que no se ve pero que acaba levantando cualquier casa, cualquier ambiente y cualquier relato. El gran vacío que lo llena todo, por decirlo en términos búdicos. Ese registro literario que mide el talento innato para contar. A estas alturas ya sabemos que María José Navia lo tiene a raudales.

En el siguiente relato, Escenas borradas, volvemos a la maternidad, una maternidad concreta y conflictiva: la que se da, otra vez, entre madre e hija cuando hay literatura de por medio. La literatura siempre atravesándolo todo como un cuchillo afilado. La incompatibilidad entre ser escritora y ser madre. La madre como figura inalcanzable, difusa y, sobre todo, distante. La maternidad cuando choca con la vida personal, íntima y profesional de la madre. La visión de una hija que se siente fuera de lugar, encajando las piezas para redefinir el concepto de felicidad a partir de lo que hay, sin echar de menos lo que no hay.

En Gretel regresamos a las relaciones familiares rotas, en este caso padres separados. La ausencia de la madre queda insinuada en una historia con su punto distópico donde la tecnología viene a ser la bruja mala, el antagonista de los hermanos que serían un remedo de Hansel y Gretel y que quedan a merced de una especie de Alexa intimidatoria que toma el control de la casa y de sus vidas. Una especie de arresto domiciliario o de tutela despótica por parte de la inteligencia artificial que ahonda en el simbolismo de la ausencia de madre.

Sirena es un relato que completa otros relatos. Tiene una función de soporte y de ampliación del punto de vista de un suceso ya conocido: la tragedia de la niña ahogada en la piscina, ahora desde otra perspectiva, añadiendo elementos de comprensión y nuevas luces.

Por último, el relato final, Calima, el más inspirado junto al primero, nos devuelve la voz inicial de Mal de ojo. Reconocemos su atractivo, su decadencia, su serena desesperación y su delicadeza. La nostalgia inmensa contenida en los pequeños movimientos y los pequeños gestos diarios. Y, de nuevo, lo torcido: la muerte de un ser querido. Él, mucho mayor que ella, con quien había convivido por años, a pesar de los obstáculos, del deterioro de las relaciones familiares, los abusos, la violencia de quien no entiende y no acepta. La diferencia de edad, la enfermedad, la soledad. Una casa nueva, prestada, una ciudad nueva, un paisaje y un clima nuevos y extraños nos llevan de regreso al exilio interior, un terreno donde destaca y brilla la tremenda sensibilidad con que María José Navia cuenta algo que pareciéramos llevar dentro, con su mochila de lecturas y películas a las que abrazarse en los momentos de crisis, que son todos, con la compañía de la ficción compartida, ella autora y también lectora, atenta a las revelaciones que aún nos tiene por dar la existencia.

Queda, pues, armado el puzle. Un rompecabezas del que nos sentimos ya parte, una pieza más, quizás no necesaria pero sí legítima. El lector ejerce con gusto como escritor a la sombra, imaginario, su lectura creativa lo mantiene alerta siempre en esta orfebrería de nada, o de todo, por esa amargura que reconocemos y compartimos todos y ante la cual nos refugiamos en este canto al vacío que María José Navia entona con maestría. Sí, definitivamente, necesitamos y queremos este ilusionismo.




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