Lo sabes, lo niegas pero lo sabes


 
Lo sabes. Lo niegas pero lo sabes. Has visto a un hombre subido a un patinete eléctrico y te has acordado de cuando Regreso al futuro 2 parecía una parodia futurista y ahora es la realidad la que ha copiado a la parodia futurista. En ambos casos resulta igual de ridículo. Futurama era la serie favorita del único profesor de Secundaria que recuerdas sin sentir una viva indiferencia o un asco preventivo. El único de aquellos seres grises y lamentables en el que no concurría alguno de los Tres Rasgos Definitorios del Profesor: vulgaridad, mezquindad, ineptitud. Cuando eras joven te dijeron que ya Sócrates, hace dos milenios, clamó contra la holganza crónica de la juventud: lujuriosa, maleducada, irrespetuosa y haragana («Contradicen a sus padres, fanfarronean en la sociedad, devoran en la mesa los postres, cruzan las piernas y tiranizan a sus maestros»).
 
¿Es la juventud, entonces, un mal crónico? ¿Esa enfermedad-que-se-cura-con-el-tiempo, frase por cierto atribuida, entre otros, a Bernard Shaw, un reconocido nietzscheano, defensor de la eugenesia, contrario a la vacunación y admirador tanto de Mussolini como de Stalin?
 
Has visto a ese hombre, sin casco, erguido sobre su patinete eléctrico, con la testa y el corte de pelo por casco, en una rotonda, girando el vehículo con una mano y con la otra mirando el móvil. Lo sabes. Lo niegas pero lo sabes. Cuando llegas a un bar lo primero que haces es calcular el porcentaje de gente que, junto a otra gente, prefiere sumergirse en las aguas turbias de su teléfono inteligente. Abandonarse a ese deslizamiento de dedo gordo, arriba, abajo, izquierda, derecha, los cuatro puntos cardinales resumidos en un simple movimiento digital, bendición urbi et orbi que hace pasar sin contemplaciones un vídeo y otro y otro y otro y otro más: gatos insensatamente humanizados hacia un sentido de la tragedia y de la comicidad del que Dios, en su sabiduría, no los dotó; adolescentes esquizofrénicas maquillándose frente al móvil y relatando su particular (e inane) mal du siècle que parece empujarlas a una inevitable operación de reducción de pecho o a unas mechas fucsia; vídeos virales de la idiotez más absurda y más demente (retos, challenges, cadenas, reviews, unboxings, caídas, escenas one-in-a-million, bromas, bloopers, roasts, tiraeras, qué sé yo).
 
Aldous Huxley, interesado en la parapsicología y en el misticismo, escribió además Un mundo feliz, una obra que, allá por 1932, nos prefiguraba un escenario distópico cuyo acierto adivinatorio resulta inquietante. La ciencia mesiánica ficción. El soma, narcótico divino de la antigua India, es retomado por Huxley para dibujar un perfil monstruoso del ser humano maniatado por los grilletes que él mismo se ha construido. Nuestro hombre paradójicamente erguido sobre su patinete, absorto en ese soma lumínico que sujeta firmemente con los dedos prensiles de su mano izquierda, ese homo erectus sin contenido es el cumplimiento de aquella profecía de alienación e instinto. Porque es una cuestión de instinto, tiene que serlo: somos impulsos nerviosos que tienden al infinito en la misma medida que tienden a un excremento. Y de uno a otro, del infinito al excremento, de lo sublime a lo mediocre, no hay nada. De la embestida por el capó de un híbrido en plena rotonda al whatsapp que nuestro hombre trata de responder mientras circula por la carretera, no hay nada. Un soplo. Eso es el ser humano. Un puto soplo.
 
El problema es que ese soplo hace tiempo (¿milenios?) que ha dejado de ser precisamente divino. O, digámoslo de otra forma, que lo divino hace tiempo que ya no se nos manifiesta con la claridad que solía. Somos, a cierta edad (mental), como ese marinero que perdió la gracia del mar, siquiera la de descuartizar gatitos, a lo japo, o tirando más para el terruño: ahogarlos en un saco dentro de una acequia. Lo salvaje nos requiere. Por eso necesitamos la tutela de prestidigitador solvente. Dios se fue y nos trajo un sucedáneo. Algo irresistible para nuestra moral finisecular, milenarista. El Dios de los pucheros de Santa Teresa se nos ha vuelto lombriz, larva, liendre, montículo de nada. Pero una nada luminosa. No podemos temer a Dios, no podemos levantar frisos celestes ni tenemos ya la oportunidad de sentirnos apabullados en un aquelarre de El Bosco. No: solo podemos embadurnarnos con nuestra propia condición de niños incorregibles. Los niños de Platón mirando fantasmagorías proyectadas en la cueva. Perpetuos soñadores del barro, los miedosos de Eric Fromm, temerosos de una libertad con la que, francamente, no sabemos qué diablos hacer.
 
Nuestro hombre motorizado, puesto hasta arriba de soma, el transhumano que ha abandonado el jardín de Voltaire para lanzarse a la pocilga y a eso llamarlo, con un tonillo grandilocuente, vivir. Paso a menudo frente a una autoescuela que ha decidido emprender al calor de las nuevas corrientes afectivo-pueriles que causan furor en toda la Tierra. Cada día escriben con rotulador en una pizarra frases accidental pero profundamente demoníacas. La última: «Prefiero ser loc@ y feliz que normal y amargado. ¡¡Vive la vida!!» La frase lo tiene todo. Hay que reconocerle una destreza inaudita para compendiar en dos líneas toda la decadencia occidental. Hegel enseñando a conducir a pazguatos. Me pregunto cuál es el concepto de normalidad que maneja este Santa Claus del coaching para masas. Qué entenderá por felicidad o por estar amargado este superdotado de las emociones. El wishful thinking tiende a revalorizar hasta lo paroxístico sentimientos propiamente cristianos. Han cogido al Buda y le han hecho el harakiri, se lo han follado por el culo a base de bien y ahora nos restriegan el crimen en las narices. Tomad vuestro Cristo, tomad vuestro Buda. Todo mezclado y empaquetado para consumir, siempre, claro está, de cara a la galería.
 
Porque años ha que todo es un asunto meramente estético. La estética de la espalda arqueada de la hembra en el lecho marital. La estética de los adminículos repartidos por el cuerpo tatuado del homo tecnológico empujando como un poseso. La estética woke de nuestros eugenésicos líderes mundiales que igual claman contra el cambio climático que se corren en la boca de su secretaria. Las manchas de semen en el pantalón es el nuevo catecismo. Los reptilianos son los nuevos reyes magos. La verdad es un asunto de fe. El regreso a la estructura feudal nos trae fenómenos como el terraplanismo o la reunificación del yo, recogidos los fragmentos con escobilla, hacia una estatura moral de hace seis siglos. Nietzsche supo vociferar en los tímpanos de los dogmas establecidos y avisarnos de que, al menos, debíamos cambiar al becerro de oro por otro más enérgico, más Palahniuk, más Sacamantecas si me apuran. ¿Recuerdan a los hermanos Sacamanteca? En su origen folclórico el sacamanteca era un entusiasta del eterno retorno: un hombre que mata, principalmente mujeres y niños, para extraerles las mantecas (grasa corporal), generalmente para hacer ungüentos curativos o jabones. Todo es cuestión de instinto.
 
Lo sabes. Lo niegas pero lo sabes. Todo es un espectáculo, una representación, un cosmos o, como dijo otro nóbel, nuestro neurótico del Sur, Juan Ramón: «El mar no es más que gotas unidas, ni el saber que palabras unidas, ni el amor que murmullos unidos, ni tú, cosmos, que cosmillos unidos». Pues eso. A tomar por culo todos.

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