La educación física, Rosario Villajos


Gusanillo que se cría en la ropa, y la roe y destruye. Esta es la definición de polilla que aparece en el Diccionario histórico de la lengua española. Algo pequeño, de no más de un centímetro, y que para hacer su capullo destruye la materia donde anida, generalmente nuestra ropa en el armario. 

En algunas partes del mundo la polilla se considera de mal agüero. En otras, un mensajero de la riqueza económica. Incluso en la cultura popular se le ha atribuido un origen alienígena. Algo a lo que temer, de lo que desconfiar. Un ser pequeño, insignificante, que solo nos ocasiona molestias y el insecto que Rosario Villajos, reciente premio Biblioteca Breve 2023, escoge para representar a Catalina, la niña polilla que nos conmueve por la entereza con que acepta el dolor recibido y su intento de transformarlo, transformarse y transformarnos en belleza, en libertad, en vuelo. 

Rosario Villajos casi intimida como escritora en La educación física, un libro tan perturbador como necesario que inventa una mitología de la polilla para para contar, o donde ser contada, porque vivir y ser vivida se confunden en una mezcla de emociones y de experiencias rotundas que abofetean en este libro visceral y tremendo, entre la novela de formación, la crónica social y las memorias, que corre el riesgo de convertirse en un clásico moderno de ese tipo de literatura que cala y deja los huesos tiritando. 

Encontramos una solvencia narrativa en la recreación de la memoria, pues como el cuerpo humano o como el planeta, este libro es más de la mitad agua, digresión, memoria, espacio o cavidad por donde sentimos la respiración acelerada de Catalina, que como Dánae o como Dafne se vuelve mitología andante, niña polilla con el único objetivo de sobrevivir, de alzar el vuelo. 

Conocemos su tremenda historia en forma de una especie de diario íntimo de lo atroz (la tercera persona es un mero formalismo) que Villajos compone con agilidad y buen ritmo el rompecabezas esparciendo un sinfín de piezas como semillas diminutas, y por eso especialmente sensibles y vulnerables. Un puzle aparentemente caótico pero que acaba conformando un impresionante retrato emocional y generacional donde la violencia sistémica, social y espuriamente validada, ejerce de línea maestra, como una cicatriz que une cuerpos marcados en el sufrimiento. 

La educación física apela a esa cicatriz compartida aunque radicalmente intransferible, propone una mirada compasiva y a la vez llena de rabia, nos abisma en el estupor de lo irremediable: ser quienes somos porque ninguna niña está preparada para hacer frente al abuso y a la humillación, para comprender la miseria moral y no entregarse al rencor y a la desconfianza hacia el otro, que solo se le ha manifestado como represor o como agresor. 

La presión social se vuelve insoportable cuando es ejercida desde el entorno más inmediato, el familiar, el de las amistades y el educativo, tres tentáculos de un mismo monstruo que juzga, sanciona e impone encarcelamientos simbólicos, hasta lapidaciones invisibles pero profundas. Las pequeñas mezquindades que siendo aún niños van conformándonos como ramas torcidas de un bosque que no comprendemos y que se nos antoja intimidatorio, inmisericorde. 

Hay que hacer una mención especial a la familia, una institución basada en el tabú, la culpa y el chantaje como mecanismos de relación con el prójimo, que traslada al hijo, esa prolongación martirizable sobre quien perpetuar el miedo a base de acusaciones, insinuaciones, desapegos y humillaciones casi inapreciables pero tan demoledoras pues acaban sustituyendo al afecto y a la protección. Catalina es una víctima más de la violencia estructural dentro de un contexto social y familiar determinado que Villajos ha sabido retratar con maestría. 

La austeridad y la rigidez como valores exacerbados para maquillar el egoísmo, la cultura de la sospecha o la paranoia del qué dirán o del algo habrás hecho tú. Una austeridad que rápidamente se convierte en mezquindad. Buscar víctimas y agresores, dividiendo el mundo en bandos y alistándote en uno, crucificándote de antemano, preventivamente. Infravalorarte para que espabiles, crearte un trauma, una tara, para perpetuar el nuestro. Ese tipo de educación sentimental y física que triunfó entre los padres de la posguerra y se ejerció sobre unos hijos de la transición que interiorizaron una concepción de la existencia cicatera y conflictiva, en cuya gestión emocional invertirían —perderían— media vida. 

La voz de Rosario Villajos se afila en ese ajuste de cuentas con el mundo. Una fina ironía, por momentos turbia, para expresar un miedo y una infelicidad asumidas, naturalizadas como algo irremediable, normalizadas mediante una infinidad de pequeñas perversiones: disimular el propio cuerpo, que siempre es motivo de vergüenza, pagar por las agresiones externas, planear la defensa preventiva, alimentar el rencor en silencio, huir, sentirse culpable incluso cuando te lo pasas bien, no saber relacionarte contigo mismo y con los demás, no saber vivir. 

El tiempo de la acción transcurre en apenas unas horas, todo está detenido en un suceso, en el después del suceso, en la introspección, el encaje emocional y existencial tras lo que acaba de ocurrir, en la manera en que afecta y modifica al yo, una verdadera política del cuerpo que tiene lugar en ese campo de lucha ideológica que es Catalina, símbolo de la deslegitimación histórica que sufre la mujer. 

La técnica narrativa de Rosario Villajos, muy acertadamente, brilla en lo sensorial, que es la forma en que el cuerpo se descubre y se manifiesta, siente placer o dolor. Villajos consigue transmitir mediante la escritura impulsos nerviosos y las conexiones neuronales que producen el miedo, la rabia o la indignación, y que dejan al lector precisamente sin palabras, como si la literatura pudiera dar y quitar, otorgar y restituir, curar y resarcir. 

Tan simple y tan complejo: una experiencia extrema de vida permite, casi fuerza, una experiencia extrema de escritura y también de lectura, que no se queda en lo lingüístico o en lo testimonial sino que regresa a la vida, reconociéndola vulnerable pero fortaleciéndola, por inexplicable que parezca. Como no se entiende la violencia, a veces tampoco se entiende que la fragilidad se levante y camine con una entereza y un valor extremos.




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