donde salvar el día, Luis Calvo Vidal

El principio es el fin y el fin es el principio. Esta circularidad vertebra el libro donde salvar el día, cuya minúscula inicial constituye toda una pista: otra circularidad, la hermenéutica, que se da entre lector, autor y texto, en un diálogo del que uno sale de alguna forma siendo, sí, el mismo, pero también otro.

Luis Calvo Vidal no escatima indicaciones: el poema se lee desde abajo porque está escrito a ras de suelo. Desde esa humildad de lo pequeño. ¿Para qué? Para dar testimonio. Denuncia y emoción. La moral y la belleza. El vuelo sin alas.

La imagen que motiva estos poemas es atroz y la hemos visto todos en televisión. Aylan Kurdi fue un niño sirio de origen kurdo de tres años que apareció ahogado en una playa de Turquía. Sus fotos siendo transportado por un policía turco dieron la vuelta al mundo. De ahí surge donde salvar el día, un planto esperanzado que repasa las ruinas de nuestra civilización como caída, casi en términos bíblicos, y necesidad de redención.

La crisis migratoria y humanitaria se ramifica en crisis de valores y, en última instancia, en una profunda crisis personal. Sociedad e individuo. Lo local y lo universal. Lyotard, en La condición postmoderna, nos habló de la crisis de los metarrelatos, la falta de referentes, la pérdida de un centro sobre el que cimentar nuestro trato con la realidad. Tras la caída, el poeta, como si fuera una raíz que lucha entre el empedrado, fuerza una salida: el yo, dramáticamente subsumido en el tú, apuesta por el nosotros. 

Se trata de una fenomenología al estilo del filósofo de origen lituano Emmanuel Levinas: una filosofía ética. Del ombliguismo en el que se encerraba toda la filosofía existencialista a la heteronomía de esta trascendencia fundada en la relación con el prójimo, que termina siendo un indicio o un punto de acceso (el único, el más directo) de la misma divinidad. La filosofía del otro de Levinas tiene aquí su imagen especular en esta poesía del otro que propone el poeta Luis Calvo. La cuestión ética como piedra angular de cualquier proyecto o sistema de análisis.

Sé pluma. Abraza. Vuela. Sé música sin tierra. Son palabras del poeta. Es un imperativo o un mandamiento que, lejos de cualquier coacción tiránica, se muestra como invitación. Como responsabilidad ante el otro. El célebre ser-para-la-muerte de Heidegger se vuelve aquí ser-para-la-muerte-del-otro. Cualquier reconquista de una identidad perdida pasa por volver a cosernos con el hilo de la alteridad. El tejido resultante es el poema. Ese espacio de encuentro. Yo soy tú, escribió Novalis. Tú y yo, en palabras de Martin Buber. Si la escritura preserva su función, si es posible la poesía, parece decirnos este libro, debe acontecer como respuesta: testimonio y esperanza ante la barbarie. 

Nos hemos perdido. Empezamos a atisbar la gran pérdida. Hemos dejado de reconocernos. Es momento de la reconstrucción. «¿cuánto tiempo tardaré / en ser árbol // ¿por qué / ya no hay trato / con el bosque?» Las preguntas son parte de ese movimiento primordial puesto en marcha desde el comienzo del libro. El conflicto es al fin y al cabo el impulso perverso del mundo ante el que el poeta opone la repentina fortaleza de su propio decir. Su decirse. La palabra tiene voluntad. Es un brote. Una raíz. La palabra lucha. Es movimiento. Lenguaje que pugna por ser: ««vi / brotar / flores negras / como sílabas antiguas / en la página… crea su forma el aire / en la palabra / pájaro… se estremece la tierra / en la palabra / higuera». 

El poeta es aquí un observador activo. La suya es una mirada que hace. Y en esa actividad discreta pero constante el poeta es también aquel que acompaña. Aquel que se sienta al lado de el Decir y lo mira. Su testimonio es crónica emocionada de la tierra al susurrar su violencia y su suavidad. El poeta deja hablar al Decir, lo deja hacerse, se cuida de interrumpirlo y así, a su vez, es plena y rotundamente dicho. Una epifanía por otra. Por eso, en palabras de Luis, estos poemas son «cantos inevitablemente vivos». 

Y habría que añadir: inevitablemente ricos, fértiles, pues inauguran ese sinfín de detalles que conforma lo que, con Umbral, podríamos llamar hogaridad. Este largo poema troceado nos ofrece un espacio de encuentro como imaginario de lo habitable, levanta una casa de ecos y resonancias cuya labor caritativa excede toda ambición: restituir el orden perdido. El poeta es aquel que oye el mutismo de Dios en una naturaleza más que nunca regeneradora. Un silencio preñado de palabras. Artesanía vital del canto. El puro renacer. Nacer es salir del vientre del canto. Nacerse uno mismo.

Al cerrarlo, uno lo sabe. Este libro no termina. Su capacidad de emoción se debe a que está repleto de comienzos; a la firme voluntad y a la extrema delicadeza de la mano que tiende; a la fragilidad de su mirada, de ese yo que busca, que pide fortaleza en el nosotros. El camino es tortuoso, pero también inevitable, vocacional: el tránsito del egoísmo a la apertura. 

Luis Calvo Vidal es un hombre en la encrucijada, le importa más el ser-para-la-muerte-del-otro que su propio ser-para-la-muerte. Por eso su poesía invita, más que a ser leída, a ser recibida como un pequeño breviario de dolor y salvación, el testimonio humano y ético ante ese individuo en crisis que es el prójimo y del que el yo, en el ejercicio de su responsabilidad, no puede, no debe y no sabe sustraerse. Este deber trascendental queda recogido en la metáfora del puente. El puente, huérfano de sí, dice Luis, «busca un río que lo pronuncie». El ser humano, durante tanto tiempo raíz muda, siente también su orfandad y busca la identidad perdida. La palabra es lo que dice al ser humano. La escritura es el puente que transita. El poema, ese lugar del encuentro.



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