Amarrados
Hoy he pasado por la calle Pedro Antonio de Alarcón en busca de un kiosko donde poder comprar Tintalibre. Ya venía de pinchar en hueso con el kiosko de la Plaza Gracia, así que me he armado de paciencia y he decidido llegar un poco más lejos hasta Pedro Antonio, como se le conoce aquí en Granada. Esta calle fue en otros tiempos más cercanos a mi adolescencia, junto a la calle Elvira, una de las zonas de marcha de la ciudad. Hoy en día los bares y pubs parecen haber cedido el protagonismo a los locales de comida rápida, comercios de telefonía móvil y alguna que otra terraza. Es decir, se ha adaptado a los tiempos.
En una de las aceras de esta calle hay unos soportales que dan entrada al parking que comparte el mismo nombre que la calle. Dadas las dimensiones de esta acera, es propicia para actividades como la venta ambulante que hoy ejercía un vendedor de origen africano. Al pasar a su lado he podido ver cómo un presunto comprador arrancaba la etiqueta o el precio de la gorra que parecía estar comprando y tiraba este desecho al suelo delante del vendedor.
Me he acordado de que hace unas semanas asistí a otra escena del mismo estilo. Sentados en una terraza, oímos cómo dos chicas de no más de veinte años regateaban a un vendedor ambulante, también de origen africano, unas gafas de sol hasta precios irrisorios, movidas, según entendimos, por el simple placer de humillar al vendedor. 'No te doy más de tres euros por esas gafas, las mías me han costado ciento cuarenta, las tuyas valen tres euros como mucho'. Con esa rotunda lógica levantó un muro insalvable para que se realizara una transacción que, en el fondo, creo que ellas nunca tuvieron intención de hacer.
Al releer El camino estos días, ganado quizás por esa reviviscencia de la que hablaba Ortega, me admira la agudeza con que Delibes describe la cínica mojigatería con que se desenvuelven unos personajes que, sesenta y cuatro años después, parecen más vivos que nunca. Personajes como las Lepóridas o la Guindilla mayor quizás han cambiado de piel, pero continúan en la esencia poblando nuestras calles y haciendo valer a la mínima su preeminencia.
España, país de la picaresca y del esperpento, se ha especializado en el cacareo y la escarnio, en el cainismo y la corrupción, en el rechazo rebajado con afectación; en definitiva, en ponerse en evidencia con escandalosa desvergüenza. Dicen que una de las máximas del capitalismo es la degradación de los productos y la consecuente vulgarización del gusto y las costumbres. Un país sin educación y un país, además, maleducado quizás sea el mejor rebaño que podían desear unos gobernantes. Dicen también que una sociedad no empieza a pensar en valores hasta haber cubierto unas necesidades básicas que, de no tener, avivan actitudes primarias basadas en la hegemonía y el instinto de territorialidad. Sea como sea, creo que nuestra sociedad, tan dada a furibundas exaltaciones patrióticas como a la espectacularización de la miseria moral, como digo, se distancia muy poco de aquella que nos describía Daniel, el Mochuelo, cuando evocaba, por ejemplo, al hermano mayor de Gerardo, el Indiano, que después de hacer las Américas volvió hecho un señorito: "Sus hermanos, en cambio, seguían amarrados al lugar, a pesar de que, en opinión de su madre, eran más listos que él; César, el mayor, con la carnicería de su madre, vendiendo hígados, solomillos y riñones de vaca a los vecinos para luego, al cabo de los años, hacer lo mismo que la señora Micaela y donar su hígado, su solomillo y sus riñones a los gusanos de la tierra".
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