La montaña del alma, Gao Xingjian. Anotaciones dispersas (I)

El viajero honra y festeja la oralidad en la que él mismo se inserta. En la que, de paso, hunde felizmente al lector. Contar por contar, para entretener/seducir a la chica misteriosa, alumna improvisada de cuya atención depende la continuidad del relato y de la existencia misma que en él se recrea. ¿La chica misteriosa es un correlato del lector? Dos Scherezades, dos misterios, el deseo y lector, galanteados, cautivados por el hechizo narrativo en una filigrana de tiempo y de literatura: cuando el castillo de naipes se venga abajo, nada de esto habrá sucedido. Leer tiene entonces algo o mucho de salvar(se) la vida. 

Minuciosidad descriptiva, fundamentalmente de los espacios físicos, que acaban registrándose en la memoria sentimental del narrador, ofrecido, ofreciéndose, en las dos caras, dos personas y dos puntos de vista, primera persona con su panorámica densa y segunda persona con su elegante testimoniarse a través del otro que somos siempre.

Este desdoblamiento o esta multiplicación de lo mismo, encaja a la perfección con el sentido de búsqueda que gobierna las reflexiones y notas que son el libro. Es una búsqueda, claro, a la oriental, sin buscar, una acción sin verdadero hacer, más bien en un hacerse, un preeminente y bellísimo acto de atención, fluyente por ríos taoístas en los que el lector se deja mecer y naufragar sin más objetivo que ir, que estar yendo. Esa búsqueda termina calando hasta la ropa, uno se desgaja en yoes y túes, se siente búsqueda, inmersión, regresa al primer plano de las cosas que debieran estremecernos una noche remota e indefinible, la noche oscura del cuerpo que también es nuestra alma huidiza y juguetona.

El libro de viaje es también viaje, y en él, con él, por él, el lector reescribe y coescribe una historia que «ya estaba». Este ir de la mano, –nuevamente este verbo de acción sin acto–, esta suma atención nos devuelve con una cesta repleta de bosque, de naturaleza, un estado puro donde el yo y el tú han desaparecido para no estorbar con sus ojos a la visión. Uno regresa siempre de sí mismo tras la lectura, se da cuenta del viaje que aún tiene por hacer, sin que haya tal recorrido o tal experiencia: el viaje era yo, se dice, me digo, el viaje aún soy yo, que no soy nada.


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