Mi padre, el pornógrafo (Chris Offutt)

Si crees que tu familia es rara, conviene que leas este libro. Esta frase serviría como anzuelo promocional del libro, un anzuelo que no falsea nada. Lo encajarás con deportividad, habría que añadir, con una sonrisa cómplice, muchas veces lúgubre, y una alegría no declarada: la de, a pesar de todo, seguir aquí, con silenciosa plenitud, o casi. Otro gancho promocional: siempre pudo haber sido peor.

Huelga decir que un ser despótico, maníaco, alcohólico y pornógrafo, un hombre porfiado y deleznable en su chocante cinismo, un padre antisocial, antifamiliar y narcisista, un escritor enciclopédico, ególatra, quisquilloso y brutalmente suspicaz, una personalidad, en fin, tan original como cruel, estaba destinado a convertirse en personaje literario de primera fila. Se lo debemos a Chris Offutt, primogénito pasmado por la presencia abrumadora de su padre, al que debe, quizás, una formidable tenacidad de escritor y cierta inclinación hacia las zonas más oscuras y resbaladizas de la psique humana.

Un personaje (casi) monstruoso constituye de por sí un filón de valor incalculable pero también un reto mayúsculo: ¿qué hacer con todo este torrente de información? ¿Cómo abordarlo sin caer en lo manido? El reto lo emprende el hijo, mayor de cuatro hermanos y que en cierta medida hereda rasgos de un carácter tan deslumbrante como corrosivo. Avezado lector y escritor compulsivo como su padre, se sitúa estratégicamente en un aparente segundo plano: el padre es el primer plano pero suya es la secuencia. Él es el montador de esta cinta métrica y sabe que lo importante ocurre en la pantalla y también tras ella.

Lo más trágico de este libro es que no sea una broma. Andrew Offutt, trasmutado en decenas de sobrenombres literaturescos con los que se ganó la vida, hecho soluble en su desbordada y excéntrica fantasía, parece él mismo un personaje de ficción. Lo que le confiere patetismo es que no lo sea. Las conversaciones al teléfono con su hijo, además de descubrirnos lo que sería un buen Gila de Kentucky, son una muestra genial de esa personalidad extremadamente susceptible y ególatra, que hacía gala de una crueldad insólita hacia sus propios hijos o nietos. Bromas las justas, parece decir mientras se parte de risa o mientras sufre lo indecible, igual es. 

Durante la lectura de este libro uno suelta a veces una carcajada que no termina de serlo, que se va deshaciendo en mueca, en mohín, en tic, en contracción nerviosa. Es el tipo de humor que tiñe esta historia familiar donde la madre juega un papel bisagra fundamental. Semisepultada, en un régimen totalitario, tácitamente proclamado y pasivamente aceptado, lleno de caprichosas restricciones y de una moralidad autolesiva. La madre, la esposa, vivió en su propia cárcel mental, abnegada en el cuidado de un depredador y productor masivo de pornografía escrita y de unos hijos que apenas la conocieron. Hay personas que se cortan con sus propias emociones como con un cuchillo dejado demasiado tiempo encima de la mesa. Un pudor exacerbado –en contraste con lo que pareció ser un matrimonio de una pionera liberalidad sexual, con aventuras por separado en las convenciones de ciencia ficción a las que asistían regularmente–, el secretismo reinante, obvio por la materia con que se entretenía papá Offutt en pleno cinturón bíblico, la necesidad de silencio que se rompe con la anunciada muerte del padre. Es entonces cuando surgen los sonidos naturales de la vida como una íntima venganza

Chris Offut consuma en este libro un inquietante proceso de indagación acerca del árbol genealógico que somos. Hace espeleología de un muerto al que llamaba papá pero que rara vez ejerció como tal, ocupado en idear un descomunal universo paralelo en el que, por supuesto, no tenía hijos. Heredó Chris, en consecuencia, un sentido de la literatura primero como evasión, después como rebeldía y, finalmente, como mínima reconciliación.

La minuciosidad acerca este libro a la crónica, incluso a la tradición memorialista americana, a lo Richard Ford. Una narración en pasado que se vuelve presente, inmediatez, detalle, se va abriendo un abanico de sucesos e impresiones perfectamente hilvanados al servicio de una limpia estructura narrativa. Se abre hacia la complejidad del paisaje geográfico que es el corazón de Chris Offutt, transcripción del poderoso latido que resuena en las tierras de Haldeman, Kentucky. El entorno, el lugar, conforma un personaje gravitacional sobre el que gira de un modo inevitable la trama. El paisaje se ha hecho corazón, organismo. Nuestras biografías son notas al pie de una orografía emocional que queda grabada en árboles y ríos, en el soporte material que nos desmadeja como un telar, la historia contándose en/a través de nosotros. Un determinismo nos ata y una obstinación nos da cierta holgura para maniobrar. 

La conquista de la libertad se hace a machetazos por un bosque nebuloso, diseñado y construido, también a machetazos, por la mano severa del padre, por su desollante y perturbadora imaginación. Conquistar la libertad individual requiere hacer una demolición del edificio que somos, remover entre los cimientos y (re)descubrir aquello que nos une a la tierra, nuestra identidad que debe tanto a lo genuino como a lo atroz. Lo genuino tiene una rara trabazón con lo atroz. Y lo atroz mantiene un inexplicable trato con el amor. Chris Offutt rastrea como un sabueso en su propia persona a partir de las pistas que va encontrando en los 800 kilos de material pornográfico que heredó de su padre. No huyo, voy hacia algo. Es lo que responde a sus hermanos cuando le aconsejan quemarlo todo y abandonar el proyecto por una cuestión de salud mental. Chris buscaba algo pero no sabía el qué. Quizás buscaba a su verdadero padre, el hombre que jugó con él una tarde de sábado y le hizo sentir importante, un recuerdo enterrado bajo el maremágnum narrativo de horror y sadismo que aquél producía en cantidades industriales, atrincherado en su despacho, mientras su hijo iba a la caza de la felicidad en el bosque. Un hombre al que, según avanzaba la investigación, más temía parecerse. Tuvo que morir el padre para que todos fueran felices, reflexiona en algún momento de dura lucidez.

Lo que atrae, por encima del morbo, es este proceso de indagación y reconstrucción que Chris hace de su propia identidad fracturada gracias, a pesar y a través de la figura omnímoda del padre. La lectura de este libro tan freudiano produce una sacudida en cierto modo adictiva: como cuando uno siente el impulso de volver la cara a lo repulsivo pero no lo hace. Al contrario, mira atentamente. Hemos de agradecer a la editorial Malas tierras el descubrimiento de un escritor brillante al que habrá que leer hacia atrás, hacia su Kentucky seco, el primero de sus libros, que su padre elogió a su manera: se lo regaló a uno de sus suscriptores de sus novelas entre la ciencia ficción y el porno. Era la manera que tenía de demostrar el afecto hacia su hijo, no haciéndolo. 

No sé si todo libro sobre el padre –empezando con Hamlet o incluso por La Biblia– supone un penúltimo intento de cercanía, de compartir un proyecto, póstumamente, de prolongar por la escritura esa sensación de no estar solo ante un mundo que se llenó de torpes evidencias. Junto a este empeño, otra utopía: la proeza diaria de vivir y ese estado de carencia que nos lleva a rememorar de un modo salvaje, entre la indefensión, la honestidad y un frenesí que no comprendemos.

Comentarios

Entradas populares