Casas vacías, Brenda Navarro
Después de leer a Carlos Velázquez –un melómano «hasta arriba» y preocupado por cómo el narcotráfico en Torreón va a afectar a su hija de cinco años–, uno se ha hecho una ligera idea de que México no es precisamente el colmo de la seguridad. Brenda Navarro comienza con la desaparición de un niño de tres años. Un comienzo por todo lo alto que no desmerece al de Slimani en su premiada Canción dulce. Volvemos, pues, a la literatura de la angustia. Eso sí, con denominación de origen, la mexicana, país donde se registran más de treinta mil desapariciones anuales.
Impresiona Brenda Navarro con una narrativa tan potente que es una lírica. Que es una escritora que cala lo sabe uno cuando se sorprende rumiando la historia en los lugares más inesperados. Más que la historia, las palabras de la historia. Es entonces cuando se da cuenta de que no está leyendo el libro, que lo está masticando. Desmenuzando su verborrea interior, voz de la conciencia límite, más que pronunciada, escupida en un lenguaje cándido y espontáneo, oralidad viva y soez que articula un resorte de persuasión: nos posiciona la mirada, nos gana el favor. Es una estrategia, un márquetin si se quiere. Como toda literatura, es necesaria una focalización que, aquí, juega a confundir voces en una voz unánime y torturada.
Este libro es un grito que nace de dos mujeres con destinos seccionados y encontrados, pero que podría provenir del interior de todas las mujeres. El grito nos viene a decir que la existencia tiene algo de descomunal y de deforme, una visceralidad inabordable si no es con los ojos de la locura. Necesitamos enloquecer. Dos mujeres seccionadas y unidas como se une el hacha al tronco que cercena. De manera coral, ofrecen una visión de la maternidad desde el desgarro, desde la pérdida de la maternidad, y brindan un minucioso análisis vivencial del estado psicológico que queda tras el desgarro. La demencia provocada por una ausencia que casi entra por vía intravenosa, como entra en el cuerpo ese dolor telúrico que es la pérdida del hijo. La desaparición de Daniel, tan sórdida, tan rotunda, es quizás la máxima expresión de un conjunto de desapariciones y alienaciones que la jalonaban y la preludiaban. Está también la desaparición por incomparecencia de uno mismo. Esas casas vacías tan sórdidas, tan rotundas. Maternidad, pues, heterodoxa, laminada, troceada y engullida hasta el atragantamiento, expuesta brutalmente en seis palabras: «¿Qué clase de broma materna soy?».
Pero este libro también aborda, aunque de manera más o menos tangencial, otros temas como el independentismo, el aborto, la violencia ejercida sobre la infancia y sobre la mujer, reducida esta a ser un recipiente vacío que ha de llenar bajo un imperativo que no se atreve a cuestionar: «Una cree que hay demasiada libertad en el aire y no se percata de que es fácil crearse una prisión propia. Una deja de migrar a la ruta pactada. Una sale de la primera jaula familiar y trastabillada da pasos en falso. Agita torpemente las alas y se pone a recolectar niditos de todo». O: «No sé por qué, ni bajo qué mando o perorata social me impuse ese deseo que, a decir verdad, no sentía».
El libro, anota uno durante la lectura, es una bomba ideológica, una denuncia sobre las desposeídas. La conquista de nuestra propia individualidad se ha viciado de tintes trágicos: imposible pero no por ello menos necesaria, cuando el sujeto está escindido en la historia y en su propia subjetividad. Uno, una, es la zanja donde vuelca con los cadáveres que va gestando. Por eso es tan importante desafiar al instinto, y aquí aparece, quizás, el único resquicio, un atisbo de salida. Desafiar ese instinto que la obliga a seguir un camino en su contra, contra sí misma, a costa de su propia felicidad y de su propia vida.
Una familia cuya desgracia adquiere proporciones bíblicas, personajes atados a una tierra maldita y la aniquilación del yo, arrojado al anonimato, subsumido en el ellos, en el todos, esperanzado de que la culpa compartida sea menos, sea acaso justa y necesaria. Como vemos, lo político se acompaña bien en esto que pareciera un oscuro ensayo sobre el mal. Uno se siente tentado de ver en lo hiperbólico cierto realismo mágico. Es lo que espera, que nada de esto tenga cabida en el mundo en que vivimos, ignorando que precisamente porque vivimos aquí nos sentimos conmocionados por libros como este.
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