Los sentimientos de Miyoko en Asagaya, Shin'ichi Abe
La literatura dibujada aventaja a su hermana mayor en capacidad de ofrendar simpatía, de arrojarnos a los brazos de un extraño, de una fiera, si hace falta. Es la niña prodigio, algo a la sombra pero suma total de virtudes. Cómo no adorarla. Y cómo no reconocer a Gallo Nero el oficio de embotellar la eternidad del instante en estas hermosas ediciones que son una poética en marcha. Así leemos Los sentimientos de Miyoko en Asagaya, como una oportunidad de indagación en la delicadeza del mundo.
Esta delicadeza se nos ofrece a través de una colección de estampas íntimas que cartografían, en miniatura, el Japón de mediados del siglo XX. Desde su inacción, los personajes imponen lentitud al paisaje y acomodan nuestra mirada al ritmo pausado, a la narrativa de lo pequeño. En esto, en mostrar la belleza de lo pobre, Tsuge, por talento y por eficacia, se muestra superior. Por su parte, Abe brilla, si bien de manera discontinua, en la exquisitez del trazo delicado con inclinación hacia la caricatura burlesca. Y brilla, sobre todo, en la focalización femenina, una novedad para la época.
Son estampas independientes pero concomitantes en esa literatura del pobre que subyuga por la sutileza de las formas. El resultado es esperanzador: el arte sublima la pobreza con lo mínimo hasta hacerla rica en afectos, suave en la determinación con que la existencia nos interroga. La respuesta somos nosotros, diría Shin’ichi Abe, expuestos a nuestra condición, nostálgicos sin remedio y carceleros de nuestra propia existencia.
El sexo, por un lado, retratado con crudeza, tiene un componente torturado y torturador, es válvula de escape de estados anímicos confusos, reprimidos, que desembocan en un gozo ausente. Como si también esto fuera el botín de la historia. El sujeto transparenta su condición subsidiaria de la despersonalización que lo rodea. Es víctima que solo aspira a deambularse, a recorrerse como una casa vacía sin más eco que el de la propia aniquilación silenciosa.
La incomunicación, por otro lado, es el tema de fondo que conecta estas historias aparentemente desconectadas. Una incomunicación que rebasa los límites del lenguaje y convierte a los personajes en mónadas desvencijadas, seres de una u otra forma deteriorados en una deriva que afecta a las mismas viñetas, desmadejadas libremente de toda hilaza narrativa. Esta supuesta incoherencia es, en realidad, una coherencia macroestructural. Su carácter, por momentos inasible, resulta el mejor asidero de estos diálogos lacónicos y como apagándose entre una atmósfera torturada, muy reconocible en el gusto literario japonés. La impresión anímica es de desconcierto y frialdad. Ambos, sentimientos de época que, por suerte y por desgracia, no caducan.
Ante la escasez de texto, el dibujo cobra importancia abriendo grietas que quedan en suspensión. Claroscuros oníricos de un discurso fragmentado, propio de la técnica cinematográfica, que la mirada del lector/espectador debe recomponer. Como una cortina, deja en penumbra zonas sucias de estos personajes en permanente caída. Su falta de convicción impide otro deseo que no sea la guerrilla de supervivencia diaria, resultado de una violencia sistémica que maniata al individuo, siempre aspirante a sí mismo, en su rincón olvidado del mundo.
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