Felicidad clandestina, Clarice Lispector
La autenticidad de su escritura pugna con su capacidad de asombro. Asombrar por defecto, como tic natural, como una condición inseparable de la vida. Entre lo candoroso y lo laberíntico, con un soplo onírico, la escritura de Clarice Lispector conforma una suma fascinante, única, como única es la experiencia de lectura que suscita. Un reclamo dentro, un latido lejano dentro, la pura magia entreverada con palabras que aletean ante nuestros ojos, por un momento, también únicos e irrepetibles. Y suavidad. Nada de desgarro pobre, feroz. Desgarro suave, ajeno a sí mismo, dándose en su obsesión, en su calma líquida, en su nada.
Podría Lispector escribir un relato sobre una gota que cae y contendría toda la emoción del universo. Ese es el misterio Lispector. La existencia bulle y opera transformando el lenguaje en ejercicio de suave misticismo que choca primorosamente con un estilo a saltitos, conciso pero enmadejado. Como un diablillo atento siempre a lo fugaz que se atrapa y se suelta.
No nos engañemos. Lispector, que es puro ingenio y puro don, también mueve los hilos a la perfección. Su prosa, tan lírica, es de una modernidad absoluta (sirva, como ejemplo, el relato ‘La quinta historia’). Híbrida, evocadora, retadora. Lispector abre y cierra un secreto en cada palabra. «Era un basset lindo y miserable, dulce bajo su fatalidad» (p. 53). Esto debería enseñarse en los talleres de escritura. Y en la escuela. La precisión es la disciplina de la sensibilidad.
Clarice Lispector es una rareza, algo insólito. Y Felicidad clandestina es un manual de técnica narrativa, de la sintaxis poética, del vivir en lo pequeño. Sucesos insignificantes, inadvertidos, rutinarios, que, a poco que se les acerca el ojo, se erigen en silenciosos vendavales, profundos y prodigiosos nacimientos. No hay mejor taller de escritura que el que pone en marcha Clarice Lispector en este enorme, enorme librito.
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