'Los allanadores', Carlos Pardo


Tenemos aquí un juego de perspectivas, de direcciones en el plano. La pulsión ascensional, tan escolástica, tan de catedral gótica o ciprés, pertenece, irónicamente, al mundo animal, humanizado ahora al dirigirse como en un reality a su cámara cenital —en ese prime time poético que es toda una anunciación— y entonar su interrogación a lo ilimitado. Su canto a lo desconocido. O la metafísica pasada por agua. El arca de la luna bien vale echarse al monte. Y esperar. Luego la horizontalidad, ese dormir hasta tarde, una pereza filosófica que viene a dar el relevo justamente de la ‘mano’ de la vaca, de su mugido, en su morosidad y su abrumadora simpleza, deteniéndose en lo pequeño, repitiéndose quizás aquello de Juan Ramón de para llegar más alto ir más hondo. Y así, culminando un viaje circular, hasta la insignificancia del insecto, que delata algo esencial: no es lo observado, sino el modo de observar. No el objeto, sino el ojo. Es decir, que pendemos del dudoso hilo de las percepciones. Empirismo o solipsismo. Situada la mirada, pues, en su eje, tenemos ese poliedro del mundo imaginado donde allanar, mal que bien, lo poco que nos quede. Algo que, como dijo Andrade, bien puede ser todo el oro del mundo.


LOS ALLANADORES

Toda la noche le ha cantado
el gallo a la neolítica
luna como un

perro. Mamíferos y aves
concordaban lamentos
para ascender el arca de la luna.

Los pasos en la grava
por la escalera de la noche.

Pero ahora podremos dormir hasta tarde.
Apenas el mugido de una vaca
guiará nuestro sueño
por senderos de insectos susurrantes.

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