'Padre que no estás en el cielo', Abel Azcona

 

El arte es también, es decir, es sobre todo una caja de resonancia que amplifica o diluye, que absuelve o aniquila un afán irresoluble. Por eso el arte vive, sobre todo, de la ausencia de Dios. De su promesa, de su negación o incluso de la indiferencia o la rabia que le podamos prodigar. Wallace Stevens escribía: «¿Quién es mi padre en este mundo, en esta casa, / al pie del espíritu? (…) Esto no es un paisaje, lleno de las ensoñaciones / de la poesía / y mar. Esto es mi padre o quizá, / es como él era.». Lo imagino con su voluntad integradora, su esforzada interrogación sobre aquel primum movens hecho aquí, en la tradición occidental, masculinidad a la que dirigirnos, sustancia hacia la que regresar, pero también a la que culpar, en la que excusar nuestros innatos golpes al vacío, ese padre, decía, antes del pensamiento, antes del discurso, a la cabeza del pasado, blanco certero en el que verternos rabiosa o serenamente. Abel Azcona hace aquí, a este lado del mundo, una descarga emocional en bruto, menos estilizada pero igual de franca que tantos otros poetas que pasearon su sombra por esos jardines, anversos del mismo abandono: el yo en el yo en la herida del otro.

Padre que no estás en el cielo,
santificado sea tu miembro;
venga a nosotros tu cuerpo;
hágase tu voluntad
en la tierra como en mi pecho.
Dame hoy
este pan, en este día;
penetra nuestras ofrendas,
como también nosotros penetramos
a los obedientes;
déjanos caer en la tentación
y llévanos al mal. Amén.


Las crías cantaron al hambre 
(Letraversal, 2021)
Abel Azcona

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