Sabrina, Nick Drnaso


 

Las afinidades electivas, como un trasgo inquieto, maquinan en una trastienda que acaba pareciendo un taller de desbordante creatividad. Y una constelación de existencias que se contienen. Vidas dentro de vidas. Jenny Offill jugaba en ‘Clima’ a invocar ese filo de la navaja psicológico, su compulsión por la sospecha y su sereno y contagioso tremendismo de salón. Sabrina es, sería, la precuela imaginaria. El mundo desquiciado, el mal que se ejerce gratuitamente, que se lo digan a Haneke. De nuevo una espiral de ansiedad que reconocemos como la palma de nuestra mano. La catástrofe es adictiva. Sus personajes, los de Drnaso, están desprovistos de alma, son grandullones en serie que generan una impresión de homogeneización y automatismo. La risa o el llanto son intercambiables. Vivir es engullir bilis a discreción, pero discretamente. Las fake news, los linchamientos mediáticos, la paranoia social que va engordando el miedo, la escalada de violencia inextirpable, inseparable de nosotros. La desaparición de Sabrina Gallo es, en términos narrativos, ese detonante que Lizzy, en Clima, ronda cuando flirtea con una infidelidad decepcionante de antemano. Como si nos dijera que no importa tanto el detonante (pues a menudo es una anécdota por sí sola insignificante) como todo lo que pone en marcha. La filosofía de la sospecha ha dado lugar a la sociedad del abatimiento. Líquida y del cansancio, por irnos a lo mainstream. Una sociopatía que se asea en Tiktok como quien lo apuesta todo al maquillaje que esconde el puro agotamiento de las formas. Por decirlo de otro modo, ya no nos preocupa descubrir la sustancia primera, el Urstoff nos la suda; ahora invertimos nuestro tiempo y nuestras energías en asimilar y propagar teorías inverosímiles, creencias conspiranoicas, o en escupir odio al prójimo vía redes sociales o quizás en babear nuestro amor obsceno al yo, el hipertrofiado narcisismo de época que nos quita lo aventurero y nos sitúa frente al espejo o las pantallas. Hemos reducido la historia, la belleza, la verdad, la eternidad a un tatuaje en el pubis. Ese es nuestro patrimonio: soñar la materia, enaltecerla y salvarla mediante el sacrificio de nuestra espiritualidad. Mejor malvendida que putrefacta. En Sabrina Drnaso hace mediante la ficción una inquietante radiografía de nuestro mundo. Pone al descubierto los mecanismos perversos que nos gobiernan. Hiperconectados, sobreinformados y necesitamos de una sutil demencia colectiva que alimentamos tanto como tememos. La vida hoy es la vida en un estado paranoico permanente, parece decirnos, donde lo importante no es la detonación, que de hecho ni siquiera llega a suceder, sino, de nuevo Offill, el clima de ansiedad y paranoia que la precede y a anuncia. Ahí está la maestría de Drnaso. Si a la mitad se hace pastosa tanta narrativa de la conspiración, el modo en que lo resuelve es brillante: retomando la cotidianidad, como si nada, sugiriendo que el mal subyace a cuanto tocamos y así seguirá siendo. Me parece mucho más eficaz precisamente esto, evitar los fuegos de artificio (pensemos en el final suntuoso de V de Vendetta), esta pequeña y grata decepción de ver que no hay un final demasiado esperable, ninguna salida de la grisura acariciable en que amanecemos, pues la realidad, pese a ser esperable, rehúye esa turbiedad de lo repetitivo. Más parecida a un virus que se nos inocula silenciosamente que a la pirotecnia apocalíptica de trenes colisionando y catástrofes inminentes. La colisión y la catástrofe la tenemos servida en el desayuno a diario.

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