El pezoncillo y Bolt




Decía Vila-Matas en Perder teorías que apenas hay un puñado de historias que contar. Finitas como las letras del abecedario o como las notas del pentagrama. El concepto de originalidad en el arte estaría, por tanto, en la manera de jugar con esas pocas piezas, de recrear la misma jugada con una apariencia de originalidad. Quizás muchos nos deprimiríamos de saber que, en el fondo, nuestras vidas no son más que recreaciones de un mismo modelo. Que, queramos o no, nuestra pisada encajará con asombrosa perfección en el molde que otros ya dejaron y que otros, a su vez, dejaron para ellos. Hace más de dos milenios Platón sacó todo el jugo a la naranja y nosotros seguimos relamiéndonos. El show de Truman, Blade Runner, American Beauty o Bolt, de la factoría Disney, son inflorescencias del mismo pezoncillo (la famosa caverna). De este modo nuestros hijos, que en el mejor de los casos han cambiado la liturgia religiosa por la cultural y, en el peor, por la del consumo, se van platonizando, van moldeando su fe sin saberlo, como habrían querido los crepusculares Tolstoi o Unamuno, y aunque les toque pasar por las etapas de rigor, león, camello y de nuevo niño, aunque estén destinados a reescribir su propia vida echando mano del mismo puñado de historias, qué quieren que les diga, es lo único que nos queda. Entregarnos con la despreocupada ingenuidad de quien olvida que alguna vez supo. De quien, sabiendo, elige, como Bolt, la libertad primera y última de conocerse a sí mismo frente al otro y en el otro.​

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