En mitad de la vida, Kieran Setiya

Lo tuyo no es único, ni singular. Incluso Stuart Mill, que a los diez años él sí leía a Aristóteles en griego, le pasó y, ¡ánimo!, lo superó. Bueno, a su manera. Como todos. Superar es resituar, enfocar mejor. Y para eso hay que pisar el freno o poner el punto muerto y dejarse ir. Y otra cosa: la dialéctica yo-mundo es en realidad un infatigable e irresoluble yo-yo. Una íntima lucha que nos universaliza pero no nos hace eternos (lo siento). (Por cierto, dice un gurú de YouTube [sic] que nuestra columna vertebral es el eje del mundo. Más Vitrubio.) Y sí, vale, pero ¿y qué? Estar en mitad del camino es estar en el valle, en el fondo, sufriendo el desencanto de lo vivido pero preparando la carrerilla, o el trote, para terminar en un punto más digno. Lo sé: suena a, puaj, au-to-a-yu-da. De nuevo, lo siento: la filosofía y la moral a menudo se han despachado con un estoicismo aplicado y a la carta, incluyendo los negocios o el fútbol. 
 
Dice Setiya, filósofo en el MIT, que la actividad atélica (con valor final, en sí misma y no como medio para lograr otra cosa) por excelencia, sería la contemplación. O dar un paseo. Cosas que seguiríamos haciendo incluso una vez satisfechas todas nuestras necesidades y deseos. Me pregunto si ese valor existencial, no utilitario, es realmente posible. El sistema premia con pulgares arriba, visualizaciones, etc., lo que convierte nuestra actividad en un medio, la corrompe. Ídem con las calificaciones en el sistema educativo (camino de desaparecer) o con el sueldo o el prestigio en el mundo laboral. ¿Cómo salirse de la corriente? En un mundo empeñado, vendido, hay poca escapatoria, pero aceptarlo nos acerca a una honestidad que supone un paso más hacia esa curva con forma de U que, dizque, va remontando con la cincuentena.

Una parte no menor de la crisis de la mediana edad es la obsesión por lo contrafactual. Adictos a la lógica, al corsé de la lógica, esperamos reconciliarnos con nuestra mediocridad porque es nuestra y porque, en el fondo, no está tan mal. ¿Entonces a quién culpamos? ¿Al padre? ¿Al socialismo? ¿Al capitalismo? ¿A Dios? La receta experta empieza por ratificar la vida, dejar que el optimismo abuse de nosotros, inermes, fijándonos en la amplia y singular textura de cuanto sí tenemos. Es decir, racionalizar la crisis y pasarla por el tratamiento que ofrece la filosofía, cuyo mayor logro sería un asunto bíblico: restaurar un orden perdido.

El mérito de este libro es situarse en el lugar del amigo. Del amigo cuarentón, ese achacoso galimatías abiertamente desengañado, empantanado en medio de una crisis existencial que tan familiar te resulta y que, para qué negarlo, te consuela encontrar en otros. Su cercanía, la del libro, es tranquila y reconocible. No hechiza, no embauca, solo acompaña. A los grandes descubrimientos prefiere la afinidad silenciosa. A la cabriola formal, un didactismo cordial. En algún momento de la muda conversación, el galimatías achacoso y abiertamente desengañado que somos se da cuenta de que echa de menos estas amistades que quizás solo caben en un libro.

 

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