El árbol de la vida (revisited)

Como no me quedé contento la primera vez, fui una segunda al cine. No es que crea en la insistencia como método, más bien en la resistencia: me resistía a perderme lo que quiera que me estuviera perdiendo.

Esta vez fui yo quien llevó a más gente al cine. Eso debe ser positivo, por aquello del karma. Lo negativo: tras un día de carretera, clases, bocadillo de lomo completo en el Cabezas, lectura de Plauto en el grupo de teatro y otra vez carretera, volvía a tener la excusa del cansancio para volver a perdérmelo. Pero allí estaba yo en un desacostumbrado alarde de voluntad y sociabilidad.

Lo primero que me llamó la atención fue el sitio: la sala número 15 de los cines Neptuno parece un romántico observatorio para acuarios gigantes. Asientos extrañamente enormes pero incómodos dispuestos de dos en dos dejando un absurdo espacio alrededor que los convierte en pequeñas islas de incomprensión entre la oscuridad. Supongo que está pensado para ir con bolsas de la compra y dejarlas al lado mientras ves la película.

La sala es pequeñita, apenas siete u ocho filas. Delante había varias personas y una de ellas siguió jugando al solitario en el móvil una vez empezada la película. Así somos en Granada. En Madrid hay ruido de manos escarbando entre palomitas, gente que va al servicio paseádose por delante de la pantalla, gente que se va cuando le viene en gana y, finalmente, gente que se ríe y aplaude irónicamente al terminar. Aquí simplemente nos echamos un solitario, educaditos y a lo nuestro.

La primera impresión convicción es que no se pueden ver películas dobladas. Es un crimen, no sé contra quién pero lo es. Brad Pitt no es el mismo doblado, su personaje pierde contundencia sin la concisión del inglés. Los niños son otra cosa si hablan como les ponen que hablen en español. Y Jessica Chastain mola menos. Estaría bien que los que piensan estas cosas empezaran a repensar los programas escolares de bilingüismo desde donde realmente sería útil: los medios de comunicación y las salas de cine.

La segunda impresión fue una constatación de que nuestra disposición es cambiante, volátil. Esta vez percibí las cosas en otro orden y, descubrimiento, en estado de vigilia soy menos emocional. Pero abrí bien los ojos y me dejé llevar.

No entiendo la vehemencia que se gasta la gente para mandar esta película al cubo de la basura. Tenemos basuras a montones en la tele y en las carteleras. A montones. Por eso cuando nos llega una propuesta alejada de lo convencional sería bueno dejar de pensar en términos de sí o no, bueno o malo, blanco o negro. Más si lo que nos llega es uno de los más personales y radicales intentos por aunar arte y reflexión. Y si esto es posible es por medio de la intuición. Es lo que distingue al que tiene talento del que domina la técnica.

Sólo la banda sonora es una buena razón para pagar los 6 euros de la entrada. Los espectaculares planos dan para que paguemos los 5,35 euros de parquin. Aunque todo hay que decirlo: pueden resultar excesivos, abusivos, pretenciosos. Demasiados momentos trascendentes. Hasta diez por minuto. Qué sensibilidad humana aguanta el ritmo. Pero es Jack (Sean Penn) quien se empeña en regresar una y otra vez a esos momentos del pasado. El paraíso perdido, pero es un paraíso difícil, con odio y amor a partes iguales.



La vida es esa sucesión de recuerdos curativos y ese fluir cósmico hacia la eternidad. No lo digo yo, lo dice un amigo y parece decirlo Malick. Me gusta la idea de recuerdo curativo. No todos tenemos tan localizados esos momentos donde se produjo la fractura. A menudo uno se encuentra sedimentado sin recordar el magma. Jack sabe perfectamente algo, o lo intuye, tiene una verdad en las manos aunque no sepa cómo llamarla si no es invocando el recuerdo. (Seguramente la parte en que recorremos su infancia sea la de mayor consistencia narrativa de la película.) Malick nos muestra una verdad, hunde el dedo hasta una región de nuestro interior con resonancias ancestrales y raíces profundas. Creo que eso es lo que me hizo volver. Eso es lo que nos hace volver. La razón.


Estéticamente no creo que se le pueda poner ningún reproche. Es apabullante. Exhala un lirismo que subyuga tan manera parecida al tono elegíaco de La tierra baldía o a la intensa emoción recogida de Dickinson. Aunque es más San Juan. Nos lleva más a una comunión cósmica con la naturaleza, a pesar de los coqueteos con una fe que finalmente parece no convencer ni a Jack ni a nosotros. La solución final es cuestión de gustos, sensibilidades o creencias. El reencuentro donde se anulen los tiempos quizás funcione como un deseo primordial. O una fe vestida de deseo. El paraíso recuperado a costa de nuestros jirones y escombros. Por cierto, se respira un aire a Lost en este final de misterio y revelación que no sé yo.

El hecho de que no me importaría verla una tercera vez tiene que querer decir algo. Uno siempre vuelve a los orígenes, al anhelo del cordón que nos une a la madre, al odio de padre cuando necesitábamos amor, a la culpa grabada en los ojos, al miedo de deshacernos en los otros, a nuestras limitaciones para comprendernos y aceptarnos, a esa oscura atracción mí(s)tica que este hombre ha sabido tocar con accesorios tan excéntricos como dinosaurios, volcanes y una playa-más-allá.

Repitamos todos: Malick nos hace pensar. Malick nos hace sentir. Malick es bueno.

Comentarios

  1. Genial comentario de la peli, Antonio...me has dado ganas de revisitarla...

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