Mi madre, Yasushi Inoue


Cuenta Gao Xingjian en La montaña del alma cómo ese «tú», mitad del personaje coral que conforma junto a «yo», inicia su aventura a partir de un suceso en apariencia trivial. Dos tazas producen un tintineo al chocar en el vagón del tren. Se inicia la conversación que pondrá a nuestro desdoblado protagonista a la búsqueda de Lingshan, la montaña sagrada o montaña del alma. En Mi madre tenemos uno de estos mínimos sucesos que, mirados en detalle, parecen desplegarse en lo simbólico con esas alas de gigante que describía Baudelaire en el poema ‘Albatros’ a propósito de la atormentada figura del poeta. En los tres casos encontramos personajes muy determinados por el autobiografismo. Personajes, además, modernos y armónicamente trabados en la precisa técnica de orfebrería que los hermana más allá de la fuerza de su sentido estético.

El «yo» de La montaña del alma se pone en marcha motivado por un falso diagnóstico de cáncer, enfermedad que también funciona como catalizador del relato en Mi madre. Antes de morir a causa de un cáncer, padre e hijo se estrechan la mano un instante, agrietando el muro de la distancia física que largos años de ausencias habían levantado. Tras unos segundos, el contacto es retirado abruptamente y esto, ya fallecido el padre, sume al hijo en insondables cavilaciones. Parece decirnos Inoue que los hechos no son nada al desnudo, sin la interpretación que de ellos se hacen, normalmente a posteriori. Así sucede con la relación padre-hijo que va desvelándose solamente –y qué paradoja– cuando uno de los dos ha desaparecido para siempre. Los significados comienzan a darse y a florecer cuando ya no parece haber sentido. Esto debiera darnos la pista sobre la propia naturaleza del sentido.

Buena parte de las páginas de Mi madre transcurren en la indagación acerca de un sentido y la resolución de un enigma que se vuelve central e inaplazable: Yasushi necesita saber quién es en realidad esa anciana que deambula por la casa noche tras noche y a la que todos llaman 'la abuela'. Linterna en mano, la abuela busca a su vez iluminar otro enigma irresoluble: quién es ella en un mundo que cada vez reconoce menos. Desentrañar el comportamiento errático de una anciana senil se convierte en la improvisada brújula de este libro sin mapa, este hijo sin madre y esta madre, aparentemente, sin hijos, sin mundo y sin memoria.

La desmemoria abre una brecha en la percepción de la realidad. Preguntarse por las cosas cuando ya nada constituye una certeza. Quizás la desmemoriada, apunta Yasushi, en el limbo regresivo de la infancia, no necesita esta búsqueda por vía del sentido sino por vía del instinto. Quizás su existencia entonces es más sólida y compacta, pura voluntad ciega, cuanto más desconectada del mundo se percibe. Quizás la tan temida demencia ofrezca la oportunidad de reapropiación de uno mismo: perderse para encontrarse. Indescifrable para los demás, uno encaja las piezas a su manera en una ‘obra’ que ya solo ella entiende y que a nadie más que a ella pertenece. Es el solipsismo en esencia. La enajenación como mecanismo de liberación de todo, incluso de uno mismo, hacia la demolición silenciosa del yo en el vasto edificio de los otros. Comprender todo esto exige otra transformación en quien asiste a la ‘obra’ desde el lugar del espectador, como un analista de los procesos biológicos y los rituales sociales que acompañan a aquellos. Este juego especular de transformaciones, de miradas perdidas, es a la postre la vida, siempre más intento que logro, más hipótesis que conclusión.

Los hijos componen un atribulado sanedrín en torno a la figura de la madre, que en su demencia senil ha terminado «tachándolos uno por uno de la lista». Todos buscan en su interior el motivo del desafecto, otorgándole una lógica que quizás desconozca. La desmemoria, más bien, no tiene otra lógica que el misterio de las células en progresiva desconexión. Los hijos escriben también a su manera el guion de un drama del que no pueden sustraerse, del que no saben desasirse íntimamente y que no aciertan a explicar si no es a partir de los esquemas habituales de la responsabilidad moral, la culpa o la compasión. El hecho en bruto, de nuevo, se vuelve mundo interpretado. Y es en esta escisión donde nace un sufrimiento que aquí, conforme a la tradición japonesa, prefiere la calidez a los trazos gruesos. Una calidez que, sin embargo, no impide cierto esencialismo casi grosero: «Las personas nacemos, nos casamos, tenemos hijos y nos morimos». El libro, dividido en tres partes, transcurre entre la emoción dosificada y el registro circunstancial de los propios estados de ánimo, sin perder de vista el homenaje sin estridencias a la figura materna que, en su ocaso, anticipa el del propio yo.

Mi madre es la crónica novelada de una enfermedad y de una desaparición. Como tal, apela a cualquier lector con una hondura tan bella como dolorosa. Nadie está libre de protagonizar este libro, en uno u otro personaje, incluso varios a la vez. Inoue se inscribe aquí en cierta literatura de la compañía o mejor dicho literatura del acompañamiento. Ese gerundio encubierto, con su valor de duración que promete ensanchar el tiempo de la lectura hacia una lectura del tiempo que indefectiblemente somos.

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