Despojos, Rachel Cusk

Tras La edad del desconsuelo y Personajes desesperados, seguimos a vueltas con las rupturas, o las semi-rupturas. Cualquier conspiranoico diría que se trata de una estrategia político-comercial post-confinamiento para imponer, qué sé yo, el nuevo orden de la soltería. En esta tercera entrega, esta vez en no ficción y de nuevo de la mano de una mujer, lo primero que llama la atención es la inteligencia y la lucidez en la construcción del relato sin por ello menoscabar su valor de verdad. Rachel Cusk lleva a cabo un análisis, por momentos en términos metaliterarios, de su propia realidad convertida en objeto textual. A la desesperada, acomete un vigoroso intento de comprensión y quizás conciliación con lo que queda tras su divorcio.

Al principio es palpable la necesidad de definir el nuevo estado de las cosas. Un plato roto primero y luego una civilización que se desmorona son las imágenes elegidas para representar su matrimonio fracasado. Una nueva realidad de despojos, escribe, sobre los que se sembrará la nueva cosecha. En una profunda crisis personal, Cusk necesita apartarse, tomar distancia para ver mejor la matriz del puzle, otra de las imágenes del libro: «… que el puzle es frágil, no fuerte, que es un espejismo, no una prisión. Que lo que exige fortaleza es conservarlo, no desmantelarlo, porque puede romperse en un instante. Esa imagen se romperá, y lo que quede de ella no será una imagen diferente o nueva, sino un montón de piezas que no significan nada».

La quiebra del yo es tal que remueve los cimientos. Por ejemplo, la maternidad cuestionada se erige como un pilar del libro. Empiezan a aflorar unas convicciones secretas e insobornables como un viejo instinto, con un primitivismo innato que sorprende a la propia narradora. El proceso de autoindagación a través de la escritura se vuelve de una intensidad tal que el libro se hace dúctil. Se deforma primero hacia lo ensayístico, hacia lo psicológico en bruto, diseccionado por la taxidermista de sí misma que es la escritora. Como si el trance de la separación trajera bajo el brazo un diván para la sanadora regresión. Una segunda piel que surge rascando la primera.

Comparada con Fox y Smiley, Rachel Cusk parece operar en otro sentido. Mientras en aquellas los diversos subtemas se subordinaban al asunto central, aquí ese supuesto centro parece el hilo de una madeja mayor. Cusk toma la ruptura conyugal como pretexto para ahondar en aspectos de las relaciones humanas más propios de la sociología o la antropología, siempre desde una perspectiva de género que resulta un tanto espesa. El libro es un ensayo vestido de confesión con forma final de novela. La carga teórica desplaza a la trama hasta el punto de olvidarla. Cusk parece más preocupada de teorizar en abstracto sobre su propia vida, y la percepción que de ella tiene, que de vivirla. No es infrecuente. La vida las más de las veces no es más que el pretexto para construir nuestro relato de ella.

Poco a poco comprende uno que lo específico de Cusk en este libro es replegarse. Un repliegue del pensamiento que invade áreas del lenguaje y las recubre de un velo poético. Este proceso de abstracción, de búsqueda, de perforación, se vuelve mueca, se hace rizoma y todo es digresión: «Aquí el ancho mar vacío se ve en la obligación de volverse reflexivo, como si no viviera, sino que soñara». Cusk tensa la cuerda, vibra el arco, la flecha ronda el blanco. Su vocación ensayística, su lirismo reflexivo, pugnan suavemente con una trama vital casi en retirada. Su mirada puede resultar fría, excesivamente distanciada, como si el observador y lo observado se hubieran escindido, permitiendo un relato sólido, sin fisuras y francamente inspirado: «Ahora imagino un conocimiento distinto, un conocimiento sin exposición, sin riesgo; el conocimiento del voyeur, que observa y juzga a escondidas». Pero sufre. Y lo hace con un estoicismo literario. Su visión del mundo, del caos en que se ha convertido el mundo, se apoya en una mitología que procura un rumbo por generalización, una coartada por predestinación biológica. Poco a poco se trasluce el dolor. Y el miedo. Lo desconocido resquebraja la ilusión que velaba la vida antes. Desterrada, expulsada de su casa, Cusk o su yo novelado sufre una intemperie nueva, una soledad pavorosa, una desorientación sin precedentes. Es la reedición genésica de la expulsión del paraíso, la rotura del vínculo existencial que se siente unas pocas veces en la vida, siempre ligada a una separación del otro para conocer los verdaderos límites de ese desconocido que es el yo.

En el trance de volver a ser quien es, ha dejado de sentirse comprometida con la existencia, con las rutinas y convenciones de la vida en sociedad. Su mirada ahora se proyecta desde la extrañeza de ver el mundo absurdo, contingente, como un cuerpo extraño que no reconocemos. Igual, de forma paralela a lo que les sucede a sus hijas ya adolescentes. Es una nueva adolescencia que se ha revestido de un luto íntimo y riguroso. El distanciamiento, la extrañeza, la pérdida, el abandono, son manifestaciones de una quiebra que afecta a lo más íntimo de lo que nos constituye. Fragmentados, quedamos como un puzle revuelto, sin matriz, con las costuras sueltas, desarticulados, infantilizados, irascibles, inmovilizados. Nos paraliza lo que vemos: un cuerpo solo, a la intemperie. El proceso se ha completado. Somos un sujeto escindido. Una de esas roturas que no cierran nunca. Otro cordón umbilical que nos extirpan. Medio cuerpo cercenado amenaza con hundir el otro medio. Un terremoto ha abierto un boquete inmenso y ahí se ha instalado a vivir.

En mitad de la lectura nos preguntamos por qué este libro es tan bueno. Si realmente lo es y, de serlo, cómo identificar las causas. Quizás sea por su fidelidad a una emoción, por su exactitud, por encarnarse de manera intensa y natural, por decantarse más por la vida que por la literatura –esa parte de la vida que es la no vida. La separación tiene algo de romper una autoridad, de liberarse de una opresión institucional. Casi más que de alejarse de otra persona. Hay una transvaloración que resulta tan liberadora como inquietante. La familiaridad de las formas conocidas se ha vuelto perturbadora y no es casualidad que el caos sea un signo amable de la nueva realidad carente de toda fe.

«Espero que [mis hijas] algún día lean este libro y, al menos, no sientan vergüenza». Rachel Cusk ha puesto toda la carne en el asador. Su honestidad brutal, presentada con frialdad, apenas conmueve. Es un autorretrato un tanto despiadado, en cierto modo inevitable, incluso necesario, apremiante. Querer vivir es un deseo legítimo que consigue literaturizar la vida que solo cabe en palabras duras, precisas y verdaderas.

Comentarios

Entradas populares