Degenerado, Ariana Harwicz


La sensación de echar humo en la lectura. Se escribe como se habla. Se escribe como se escribe. La frase encendida, encadenada, delirante y violenta. Un estilo directo libre en estado salvaje. Pulso desbocado para un desafío: retorcer el dedo acusador y volverlo contra quien lo blande. El reo, en trastorno verborreico, se quiere verdugo. La ley ajusticiada. Un revolcarse nietzscheano o de charlatán en la hora de muerte. Qué mejor asunto que un no-asunto. La pederastia, caso perdido, caso cerrado, más abajo imposible. El sistema aplasta al torcido. J’accuse. El reo contra la Historia. Su voz enloquecida se vuelve emblema, sospecha, imputación. El juicio al reo de pronto es un juicio a la humanidad.

«Algunos deben a su bastardía su gran obra, qué sería de ellos sin su angustia».

Ariana Harwizc sorprende con una fuerza expresiva desgarrada que la emparenta a otras escritoras salvajes como María Fernanda Ampuero, esto unido a un resuello poético-visceral en la línea Eva Baltasar. Un portento feliz de angustia y semillas furiosas que nos rebotan por la conciencia animal contra la del moralista.

«El poder incentiva todo y después pone cara de idiota. Diseñan niños para el abuso que después castigan».

Tenemos el testimonio de un pedófilo encarcelado que tira de un disparatado y sugestivo argumentario biológico y social, a la desesperada, para vindicar la naturalidad de la Muerte en Venecia. El arte revistiendo, camuflando, posibilitando lo atroz, como sentenció Springora, como lo engordó Polanski. Y el referente nefando de Josef Fritzl, el monstruo de Amstetten («Nací para la violación»), recordándonos, con Bataille, que el mal no nos es ajeno, que el mal está en nosotros. Lo alimentamos y luego lo reprimimos, añadiría aquí Harwicz. Su monstruo particular sufre y clama ante la incomprensión de lo que define como una inclinación natural y ante el linchamiento al torcido, al degenerado. Todo el libro es un eufórico intento de sublimar lo atroz. ¿No es la vida en estado puro, cabría preguntarse, algo atroz?

El tribunal que juzga y ejecuta la máxima condena, de tintes kafkianos, casi evangélicos, puede ser toda la humanidad en un juicio al culpable, al que ha caído en pecado. El hijo de Dios esperando la calumnia, la piedra y la redención. El instinto (Freud, Foucault) mutilado, sojuzgado, estabulado, criminalizado y psiquiatrizado. La frontera es tan sutil que estremece. Por miedo al error, al endemoniamiento. La presión de la moral como cortafuegos: de aquí no se pasa. Y la sugerencia de que, condenando la infamia, estemos dejando escapar una forma de verdad. Que la belleza pueda y deba alimentarse de lo más indigno y perturbador. Las flores del mal renacidas siempre: «Pienso en el nacimiento como un disparo a la masa».

Degenerado propone una experiencia desatada y caótica resultante de introducirse en la cabeza del monstruo. Y abre muchos debates, esa es su riqueza de fondo, aparte de la exuberancia formal: una carta al padre encubierta, una reflexión sobre la pena de muerte, la confusión entre justicia y venganza, la espectacularización del castigo («No es la justicia lo que nos reúne sino el divertimento y el morbo»), la responsabilidad social (y familiar) del asesino y del violador («La pederastia, el asesinato, es otra versión del amor o es lo mismo que el amor que nos proponen»). En lo moral son todo dudas, esfuerzos, objeciones, viscosidad. Pero en lo artístico Ariana Harwicz construye una proeza de lenguaje, como si en efecto la bastardía procurase el genio. Para mejor ocasión queda preguntarse por la relación entre literatura y ética.

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